Hay ciertos acontecimientos de la historia que no se sabe muy bien ni cuando empiezan, ni cuándo ni cómo terminan: es el caso de la Reforma Universitaria del 1918. Fuente de inspiración para generaciones y generaciones de diversas latitudes de Latinoamérica, la Reforma del `18 sigue allí, vigente. Siempre y cuando sea recuperada con los lenguajes y los puntos de vista compatibles con los problemas del presente, su fuerza inicial no se habrá agotado, de ninguna manera. Sus principios siguen allí, a disposición; a disposición de quien quiera recuperar esos principios.
Muchas veces las sociologías del continente han explicado los grandes cambios en la estructura social latinoamericana a partir de la noción de que determinados contingentes poblacionales – sea clases obreras, sectores populares, capas medias, u otros estamentos- se encontraban “en disponibilidad” para efectuar su “activación” como sujetos históricos, cosa que ocurría según determinada circunstancia, líder político o transformación concomitante. Con las ideas sucede algo diferente que los sujetos históricos, por eso puede decirse que las ideas – en este caso, las de la Reforma del `18 – no están en disponibilidad, más bien están a disposición.
Como aseguró Germán Arciniegas: “la Universidad, después de 1918, no fue lo que ha de ser, pero dejó de ser lo que venía siendo”. Los cambios que se verificaron en los claustros universitarios del continente fueron importantísimos, de norte a sur, sin atenuantes: la Reforma trajo todo tipo de inspiraciones, desde las más administrativas – como las concernientes a las condiciones edilicias- hasta las más magnánimas tareas de ser, por ejemplo, el “inicio de las próximas revoluciones”. Por supuesto, hay que advertir que los cambios no fueron ni al mismo tiempo ni con la misma intensidad que el puntapié lanzado desde Córdoba; hubo rebotes virulentos y de los otros. Ahora bien, lo que sí hubo en todos los casos es que se apuntó al mismo blanco: las clausuras del pensamiento que las estructuras de organización tradicionales reproducían, esos “virreinatos del espíritu”, esas currículas y Planes de Estudio que en lugar de acelerar la vocación por el saber “adormecían las almas de búsqueda”. Esto en un sentido más universal (porque la Reforma del `18 fue un movimiento con esas características: puntual, en tanto se refería a la cuestión de la Universidad; general, en la medida que daba sus directrices respecto del conocimiento, la ciencia, el saber).
Uno de los puntos más destacados por el Manifiesto Liminar – y los textos similares que se reprodujeron por la región durante los años siguientes- era, precisamente, el relativo a la vida interna de la Universidad, y a las formas anacrónicas en que componía sus mecanismo de administración y ejecución de la vida académica. Fue precisamente la designación de un Rector lo que disparó todo el movimiento subsecuente en Córdoba, cuestión que vendría a reproducirse en los otros casos. Al respecto de este reclamo, el principio no podría ser más actual: si en su momento, tal como lo aclara el Manifiesto, el pedido del co-gobierno era una manera de “hacer entrar la democracia” a un ámbito tan tradicionalista y corporativizado como la Universidad de aquel entonces, es decir, era parte de un proceso más amplio de democratización por el que debería atravesar toda la sociedad, hoy en día, precisamos enérgicamente que esto vuelva a suceder.
Necesitamos más democracia, dentro y fuera de la Universidad, pero sobre todo dentro: las tendencias actuales en Educación Superior nos muestran dos procesos combinados en América Latina: por un lado, que comienza a verificarse una proporción de crecimiento de las Universidades Privadas, cada vez mayor, respecto de las Universidades Públicas y, en segundo lugar – y vinculado con lo anterior- las Universidades Públicas comienzan a “copiar” los principios de organización y vida interna de la Universidades Privadas, esto es, la propia lógica del mercado. En ese sentido, necesitamos urgentemente reforzar la dinámica democrática universitaria, para hacer más expansiva la otra, la que involucra a la sociedad en su conjunto.
Vinculado a la cuestión de la democracia, surgía otra pregunta en aquel momento: ¿quiénes van a las Universidades? ¿Para quiénes son? Ese interrogante fue una preocupación amplia y extendida del Movimiento Reformista y es lo que llevó a la creación, en su momento, de la Universidad Popular José Martí, en Cuba, creada por Julio A. Mella y dirigida por trabajadores, o de la Universidad Popular González Prada, en Perú, dirigida por V. Haya de la Torre – ambos casos de Universidades diagramadas para dar respuestas a otro tipo de público. Es decir, los principios del Manifiesto Liminar fueron más allá del grupo clásico de estudiantes y objetivos que perseguía la Universidad como institución: la Universidad para la transformación social, para la inclusión social, para la formación de los sujetos que serían portadores de la “transformación social venidera”. Y esa tampoco es una idea desdeñable: Universidades Militantes, no en su posibilidad panfletaria, sino en su imaginación como instancia de formación de los agentes de la transformación futura. Eso también puede y debe rescatarse hoy en día.
Porque la Universidad, como decían los reformistas, debe invitar a la creación de una “nueva generación latinoamericana”. Las realidades de la región son tan complejas que la reinvención de las generaciones se hace una tarea permanente y la actualización de sus ideas, una tarea constante. Tenemos, los latinoamericanos, adónde ir a buscar inspiración; para el caso, tenemos adónde ir a buscar inspiración en lo concerniente a la Universidad. Debemos hacerlo: no podemos privarnos de una institución tan central para la dialéctica de una sociedad como lo es la Universidad (pública), pues es/será ella quien garantice el diagnosticar nuestros problemas y el intento de solucionarlos. No hay progreso de una sociedad sin una robusta presencia de la Universidad, de sus universitarios, con toda la participación que eso supone en las dinámicas y procesos colectivos. Por eso es fundamental que su forma no afecte el contenido de lo que se imparta en sus aulas; lo fue clave entonces, lo sigue siendo hoy: como aseguraba J. C. Mariátegui, para que “el mismo progreso científico no pierda su principal estímulo, ya que nada empobrece tanto el nivel de la enseñanza y de la ciencia como la burocratización oligárquica”. La Universidad como transformación, una idea inspiradora a disposición de quien la quiera retomar.
* Lic. En Ciencia Política (UBA); Profesor en la UBA e investigador del IEALC y el CCC
Ilustración: Dioses del mundo moderno. José Clemente Orozco, 1932 (México)