Con la reciente victoria de Jair Bolsonaro en Brasil, las derechas latinoamericanas parecen haber coronado el proceso de recambio que, en los últimos años, habilitó su llegada al gobierno en la mayoría de los estados de la región. En la figura y en el proyecto de Bolsonaro se conjugan, por otra parte, una orientación económica neoliberal con posiciones marcadamente reaccionarias en materia de derechos civiles. Más allá de la especificidad del caso, en el debate público se lo ha tomado como indicador de una eventual mutación político-social en sentido autoritario, que pondría en cuestión consensos básicos trabajosamente conseguidos.
En nuestro país, esta inquietud ya venía siendo formulada y procesada en el campo de las ciencias sociales,[i] en una línea que estudia la estructura de las subjetividades pasibles de asumir posiciones antidemocráticas. Si investigaciones de este tipo echan luz sobre las que serían las “bases sociales” de un posible régimen autoritario, otros trabajos señalan el proceso de “politización autoritaria” que viene desplegando el actual gobierno,[ii] en especial con su política de seguridad.
Si nos atenemos a estos planteos, vemos delinearse entonces un fenómeno de convergencia, en donde una porción de los gobernados y un conjunto de medidas de los gobernantes coinciden en situarse bien a la derecha del espectro ideológico, contrariando todos aquellos (apresurados) pronósticos que ponderaban la “novedad” y el carácter “democrático” de la coalición gobernante.
Explorar esa zona del espectro ideológico en la que se asienta esta convergencia (que, cabe aclarar, no es del todo estable) se torna una tarea relevante y necesaria. En ese sentido, me propongo analizar la configuración ideológica de la derecha vernácula, diferenciando sus elementos constituyentes y examinando sus articulaciones principales, con vistas a evaluar su potencial autoritario.
Inspirándome muy libremente en la obra temprana de Ernesto Laclau,[iii] he recurrido al discurso que se genera y circula en las redes sociales a modo de referencia empírica. Mi examen, que no pretender ser sistemático ni exhaustivo, aspira no obstante a establecer, tentativamente, el repertorio de los rasgos que caracterizan a las posiciones de derecha.
Un primer rasgo que podemos observar es el liberalismo, entendido, en principio, como adscripción a los principios de la economía de mercado. Es un rasgo de identidad que se exhibe (por ejemplo, en Twitter, se encuentran usuarios que se autodefinen como liberales en sus biografías), y que presenta gradaciones (hacia posiciones llamadas “libertarias”), que suelen ser críticas del actual gobierno (hay quienes lo acusan de tomar medidas “socializantes”). Este liberalismo, insisto, no aparece como “concepción del mundo” que iría más allá de la esfera económica: si bien encontramos posicionamientos que asuman un liberalismo de derechos civiles y libertades democráticas (en general, más al centro del espectro), estos no van necesariamente de la mano con las posiciones pro-mercado.
Vale decir, entonces, que se puede defender el liberalismo económico sin defender otras libertades. Algo de esto pudo verse durante el debate en torno a la ley de IVE y sus ramificaciones en la discusión pública: en ese momento, hubo quienes se manifestaban como votantes desilusionados de Cambiemos, en la medida en que consideraban que el solo hecho de haber dado lugar al debate representaba una suerte de “traición” al programa de la alianza.[iv] Tenemos aquí otro rasgo característico de las posiciones de derecha, al que podríamos denominar conservadurismo moral, que se manifiesta como defensa consecuente de un paradigma de “normalidad en las costumbres”. En el núcleo de este conservadurismo moral radica un discurso de “religiosidad reactiva”, que opera como el parámetro más usual para definir la “normalidad”.
Si el liberalismo económico y aun el conservadurismo moral pueden exhibirse como “definiciones de sí”, no sucede lo mismo con el racismo, que emerge por lo general cuando la argumentación razonada da paso a la retórica del insulto y la (des)categorización del otro. El racismo es un rasgo complejo que articula también xenofobia y aquello que el sociólogo Pierre Bourdieu llamara “racismo de clase”: así, por ejemplo, durante el debate sobre la IVE se dijo –con tono de denuncia– que las mujeres bolivianas y paraguayas aprovecharían la legalización del aborto para hacerse intervenir gratuitamente en los hospitales públicos del país.
Pero también, a veces, el racismo se solapa y se disimula bajo otro rasgo típico del derechismo argentino, el punitivismo, que expresa una demanda de endurecimiento del accionar policial y de la justicia, ante la amenaza omnipresente del delito y la “inseguridad”. Conexo pero relativamente independiente, el posicionamiento anti-corrupción es un rasgo interesante por sus desplazamientos en nuestra historia política reciente: si para los tiempos del menemismo se trataba de una demanda asumida por el discurso progresista, en los últimos años ha tendido a articularse en el entramado de la derecha.
El posicionamiento anti-corrupción está claramente vinculado con posiciones anti-populistas o anti-peronistas, si bien la oposición al peronismo resulta ser un rasgo más “totalizador”, en la medida en que se le atribuye a esta fuerza política la responsabilidad por todos los males que aquejan a la nación, pasados y presentes. Otro rasgo, similar, es el anti-izquierdismo o anti-comunismo, que se ha venido exacerbando, presumiblemente, por la importante presencia de las fuerzas de izquierda en marchas y movilizaciones antigubernamentales.
Estas oposiciones, que podríamos denominar “específicas”, guardan relación con un rasgo más general, sobre el cual el PRO, socio principal de la alianza Cambiemos, viene “trabajando” desde hace tiempo: me refiero al posicionamiento anti-política, que, en cierto modo, funciona como clave de bóveda de la configuración ideológica derechista.
Cuando digo que el PRO ha venido trabajando sobre este rasgo, me refiero a su propuesta centrada en la gestión, que venía aplicando desde cuando solo gobernaba en la ciudad de Buenos Aires. Esta propuesta “gestionaria” se presenta como una suerte de superación de la “vieja política”, aunque podría pensarse, también, como superación de la política tout court. Las posiciones anti-políticas, básicamente, se sostienen en la creencia de que la política es un obstáculo al curso natural de la vida social. La política es corrupta; hay fuerzas políticas que pretenden alterar o transformar las costumbres y el modo de vida que se considera normal; la política no protege del crimen y la inseguridad. Y si bien puede parecer paradójico –en el terreno de lo ideológico, eso no es un problema– incluso las posiciones liberales pueden articularse con este rasgo anti-político, ya que consideran a la “gestión” de la economía como una técnica distanciada de “la política”, como un saber que no necesita deliberación.
La configuración que acabamos de analizar sugiere que la alianza Cambiemos gana su lugar en el espacio político sosteniéndose sobre un repertorio de elementos ideológicos que ya operaban, una suerte de “sentidos comunes” sedimentados y relativamente articulados. Resulta evidente que este terreno ideológico es propicio para la constitución de un “partido del orden”, el partido de los “que no quieren que los jodan”, el de los que “no son boludos”, el de los que están “hartos de que les metan la mano en los bolsillos”, etc. Ahora bien, ¿qué posibilidades se abren, a partir de estos indicios, para pensar en un eventual giro autoritario del actual gobierno? ¿Puede el actual gobierno hacerse cargo de todas las banderas de este “partido del orden”?
Todo indica que la alianza Cambiemos no puede liderar un giro autoritario sin perder una parte importante de su electorado. Por otra parte, si bien en estos años algunas expresiones de la derecha más radical se han “empoderado” y han ganado visibilidad, no se advierte que estén en condiciones de disputar el liderazgo de Cambiemos. Así y todo, su avance no debe ser menospreciado ni meramente ridiculizado –algo que ocurre frecuentemente en las redes sociales– porque, como surge de nuestro análisis, las condiciones de posibilidad para su expansión están dadas. Depende, por lo demás, de la capacidad de movilización y lucha de los sectores populares que la apuesta autoritaria no prospere. En ese sentido, y a diferencia de otros momentos históricos, en los que el reflujo de la combatividad abrió las puertas para la implementación de políticas antipopulares, en estos años no se advirtieron retrocesos sino que, por el contrario, asistimos a la invención de nuevas formas de intervención en la arena política, como la que se expresa en el movimiento de mujeres.
El moderado optimismo de mi análisis requiere, como se sabe, del balance de la inteligencia: hay un arduo trabajo de desarticulación y rearticulación de los sentidos comunes, todavía por hacer.
* Docente e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Maestrando en Análisis del Discurso (FFyL-UBA).
Ilustración: Caroline Oliveira, Brasil, 2018.
[i] Me refiero al proyecto de investigación dirigido por Ezequiel Ipar y Gisela Catanzaro, algunos de cuyos resultados se comentan en http://revistaanfibia.com/ensayo/nueva-derecha-autoritarismo-social/
[ii] Remito al artículo de Andrés Tzeiman, publicado en este mismo sitio: https://www.lapatriadaweb.com.ar/pasaron-demasiadas-cosas-reflexiones-politicas-en-tiempos-intensos-por-andres-tzeiman/
[iii] Hago referencia al artículo “Fascismo e ideología”, que forma parte del libro Política e ideología en la teoría marxista, publicado originalmente en 1977.
[iv] He registrado algunos casos (en Twitter) en la que usuarias/os se definen en su biografía como “liberal en lo económico, conservador/a en lo social”.