El reloj acusa las 10 de la noche en Quilmes Oeste, barrio generalmente tranquilo. Tan tranquilo como puede ser un barrio del conurbano a esa hora. Las calles, poco iluminadas y desiertas. Después de las 8, es raro cruzarse con alguien. La quietud de la noche se ve interrumpida a lo sumo por el motor de algún colectivo, algún delivery que toca bocina o por los perros de la zona que charlan a través de las rejas. Cada tanto, en el crepúsculo, se escucha algún tiro. O algún fuego artificial. Es difícil distinguir. Son ruidos lejanos. Nada de qué preocuparse. Esa noche terminaría con dos patrulleros en el barrio y una junta de vecinos alrededor de la casa de Soto.
Desde hace algunos meses el barrio no es tan tranquilo como antes. El “Sasha” y su banda andan por los techos. El pibe llegó con su familia y se instaló en una vivienda cercana. Los rumores dicen que es una casa tomada.
Soto vive a una cuadra, sobre la misma calle que Sasha, cruzando la avenida Martín Rodríguez. En su terreno, hay dos construcciones. En el fondo, la casa de la madre. En el frente, su casa, otrora de su abuela. Las separa un largo patio en el centro de la manzana. Soto vive solo en la parte de adelante. Tiene 25 años. No terminó la secundaria y se dedicó a trabajar. Hace fiestas con casa abierta. Invita a sus amigos y cualquiera es bienvenido. Siempre le da una mano a cualquier vecino que la necesite. Entre sus aficiones, está la de cultivar marihuana. En el patio e “indoor”. Da la impresión que disfruta más del ritual de la jardinería, el crecimiento y la cosecha, que del producto en sí mismo. Es para consumo personal y, en gran parte, para regalar a sus amigos. Soto es la única víctima habitual de “el Sasha” y su banda, por lo menos, en el barrio.
Todo arrancó hace casi un año atrás. Según cuenta Soto, en la fiesta de Navidad que hace todos los años (siempre a casa abierta), el Sasha se enteró de las plantas que crecen en su patio. Unas semanas después, trepados por los techos, entraron y despojaron las raíces de su suelo. A las apuradas y sin delicadeza. Todo lo contrario al amor con el que fueron cultivadas. Corrieron con las plantas por las calles vacías de la penumbra. Soto los corrió hasta donde pudo. Solo llegó a recuperar partes mutiladas, ramas que, al roce con el asfalto, se fueron desprendiendo.
A partir de entonces, los hechos se fueron repitiendo. Soto puso alambres con púas en la pared delantera lindante con el vecino porque “entraban por ahí”. De nada sirvieron. Las plantas seguían siendo despojadas de su hogar. En una ocasión, como no encontraron cultivos en el patio, se metieron dentro de la casa en busca de las cosechadas indoor: “Se metieron por la ventanita que da al pasillo.”, dijo Soto. “Al amigo de Sasha le di con un martillo. No le hice nada. Me pegaron y se llevaron las plantas del armario”.
“¿Por qué no llamás a la policía? O sea, se te están metiendo adentro de la casa…”, preguntó Manuela, una vecina y amiga de toda la vida.
Soto no quería problemas por el cultivo ilegal.
La solución: a soldar la ventana que da al pasillo. Consiguió los materiales y lo hizo él mismo. Se da maña para esas cosas. Pero eso no evitó los encontronazos. La enemistad entre ambos iba en escala.
“El otro día me crucé al Sasha en el chino. Lo encaré y nos fuimos a las manos. Lay lo hizo sacar porque a mí me conoce. Un día lo voy a matar”.
Soto es más bien de contextura pequeña. Difícil que pueda ganar una pelea. Pero no tiene miedo de trenzarse a los puños. La mayoría del barrio no conoce a Sasha. No sabe cómo es físicamente. Lo conoce a través de lo que relata Soto. Lo conoce por los pasos en sus techos cuando él y sus amigos van en busca del botín. Ese tesoro que los espera en ese terreno a mitad de cuadra, para ser despojado de su hábitat.
Esa noche, el barrio se sobresaltó. Los ladridos de los perros hogareños. Los pasos en los techos. Un tiro cercano. El gendarme de la casa lindera a la de Soto disparó al suelo para asustarlos.
El Sasha y su banda habían traspasado los límites que Soto podía tolerar. Tal es así, que, contra todos sus principios, llamó a la policía. Cuando los vecinos salieron a la calle, dos patrulleros y cuatro uniformados estaban en la puerta de la casa.
Esta vez se habían metido con la madre. Como no encontraron plantas en el patio y no tenían forma de ingresar a lo de Soto, se metieron en su casa. La ataron a una silla y la increparon con amenazas para que abriera la morada de su hijo. Ella se negó a pesar de que llegaron a golpearla, aunque no de manera salvaje. Se fueron como habían llegado. Por los techos, ahuyentados por el ruido de la pistola del gendarme. Soto, a quien hasta el momento no le había importado su propia integridad física, decidió que ese era el límite que podía tolerar.
Por lo menos una docena de vecinos se encontraban alrededor de las 10 de la noche en la fachada de la casa del cultivador. Los policías escuchaban los hechos. Soto y la madre contaron lo que había sucedido, que no era la primera vez que se metían en su terreno. Evitaron contar cuál era el objetivo de los ladrones.
“Siempre andan por los techos. Sabemos quiénes son”, decía una vecina.
“No hay mucho que podamos hacer sin tener alguna prueba”, contestó el guardia.
Las autoridades entraron a revisar. Al cabo de unos minutos salieron y se dirigieron a la madre de Soto.
“Señora, ¿usted sabe qué son esas plantas que tiene su hijo?”
La madre mintió que no sabía, que eso no tenía la menor importancia. Que tenían que encontrar a los ladrones.
Mientras el oficial conversaba con la madre, otro se apartaba para hablar con los vecinos.
“Señor, su vecino cultiva marihuana. ¿Quiere presentar la denuncia para que podamos actuar?”
“¿Me estás cargando? Te llamamos por los pibes que andan por los techos.”, contestó el vecino gendarme.
Uno por uno, fueron preguntando a los vecinos en busca de alguno que quisiera denunciar al denunciante, pero a los vecinos no les molestaba el cultivo de Soto, sino quienes invadían noche tras noches sus techos despertando a todo el barrio.
Finalmente, los patrulleros se retiraron resignados.
No hubo más novedades sobre la denuncia. Las autoridades estaban más preocupados por las dos plantas dentro de la casa de Soto que por la entradera y las amenazas a la madre. Soto, entonces, consideró su única opción: limpiar todo. Juntó lo que ya tenía cosechado, “peluqueó” las plantas que todavía no habían llegado a su punto máximo, enfrascó todo y lo desterró de su hogar. “Voy a hablar con Mati. Él puede vender esto en Abril. No puedo tener más plantas en casa y no las pienso tirar”.
Abril es un barrio privado de elite en Berazategui cuya entrada queda sobre la ruta 2. Es de los más onerosos del sur del conurbano. “Ahí lo venden de toque. No quiero tener más encima. Por el Sasha y por la policía”.
Fue entonces cuando el Estado y la policía convirtieron a un trabajador que consume y produce su propio producto, en un vendedor involuntario de marihuana. Soto, que nunca había obtenido un rédito económico por las plantas, las convirtió en mercancía por primera y única vez.