Por Juan Carlos Otaño.
Durante la guerra de la Independencia existieron navíos corsarios que, bajo bandera del gobierno de Buenos Aires, persiguieron a la flota española y trataron de poner trabas a su comercio. La guerra del corso — sistema por el cual navíos particulares, nacionales o extranjeros, eran contratados pagándoseles con el producto de sus capturas o «presas» — tuvo su florecimiento entre los años 1815 y 1821.
La necesidad de crear una escuadra se hizo sentir cuando la flota española, anclada en Montevideo, bloqueó el puerto de Buenos Aires. Por entonces, se contaba con pequeñas y escasas embarcaciones, útiles solamente para llevar a cabo operaciones menores o de refuerzo. Pero no fue sino hasta 1814, cuando Posadas tomó el gobierno de Buenos Aires, que se encargó a Larrea, Carlos de Alvear y William White — comerciante norteamericano afincado desde hacía tiempo en la ciudad —, la creación de una fuerza naval más importante. White adquirió y equipó algunos barcos que estaban anclados en el puerto. A falta de un oficial local se decidió contratar a uno extranjero. Se presentaron tres candidatos: Benjamin Franklin Seaver (norteamericano), Stanislas Courrade (francés) y William (Guillermo) Brown (comerciante y marino irlandés). Fue elegido este último y se formó una escuadra cuya tripulación estaba compuesta por marinos de por lo menos once nacionalidades, la mayoría irlandeses que habían desertado de la armada inglesa.
Combatiendo contra los realistas frente a las costas de Montevideo, Brown destruyó o capturó a toda la flota colonialista: el capitán general Vigodet rindió la plaza y jamás se volvió a enarbolar la bandera española en el Río de la Plata.
Paradójicamente, la restauración de Fernando VIIº en el trono de España en 1814, y la amenaza de una inminente contraofensiva de las fuerzas realistas, dio impulso a un desarrollo en gran escala del sistema de guerra del corso.
El 10 de septiembre de 1814, zarpó de Buenos Aires el Primero, al mando de Joan Antoni Toll, un navegante de origen catalán, que se dirigió al océano Índico y al término de un año llegó hasta Calcuta. En mayo de 1814, un tal George De Sonntag, «coronel de caballería al servicio del zar de Rusia», natural de Norteamérica, ofreció sus servicios al gobierno de Buenos Aires. En 1815 el Director Supremo Álvarez Thomas aceptó la oferta de De Sonntag y le otorgó cinco despachos de corsario en blanco, pero éstos parecen no haber sido utilizados nunca. La primera patente realmente puesta en ejercicio fue otorgada en 1815 a David Jewett, también estadounidense, y luego se otorgaron patentes a Thomas Taylor, William Brown e Hippolyte Bouchard — todos ellos veteranos en las campañas del Río de la Plata.
Jewett zarpó de Buenos Aires con su navío Invencible, realizando cruceros por el océano Atlántico hasta el mar Caribe.
El 1º de agosto de 1815, Thomas Taylor zarpó de Buenos Aires al mando del Zefir. Tomó rumbo al norte hacia las costas de Brasil, que era entonces el principal refugio de los corsarios de Buenos Aires. Dos semanas más tarde encontró y apresó, en cercanías de Río de Janeiro, a la fragata mercante española Nuestra Señora de Montserrat, que viajaba desde Cádiz a Río de Janeiro. Este fue el primero de los buques mercantes que habría de caer en manos de los corsarios de Buenos Aires. Otra captura fue la del negrero Divina Pastora, que desde Bahía se dirigía a África. Ambas fueron enviadas a Buenos Aires donde se las declaró «buenas presas».
Tras la declaración de la Independencia en 1816, el gobierno promulgó un Reglamento formal, esto es, un decreto «disponiendo la continuación de las hostilidades contra los españoles por medio de corsarios, y estableciendo las reglas a las cuales deben sujetarse estos últimos». Posteriormente, fue ampliado por otro decreto de 1817.
Bouchard y Brown llevaron a cabo, en 1815 y 1816, sendas campañas por el Pacífico — Bouchard comandando la Argentina o Gentila, más conocida por los californianos como la Fragata Negra; mientras Jewett y Taylor lo hacían por el Atlántico Sur. Pronto se consideró la conveniencia de operar en las aguas del Atlántico Norte, que era por donde transitaban las principales lineas comerciales españolas. Desprovista de barcos del tamaño y la velocidad adecuados, sumado a la ausencia de oficiales y tripulaciones experimentadas, Buenos Aires recurrió entonces a los puertos estadounidenses. Fue a iniciativa de Taylor que se inició la práctica de vender patentes de corso en los Estados Unidos. El nuevo sistema fue organizado por Manuel Hermeregildo de Aguirre, cónsul de las Provincias Unidas en Washington, y por su sucesor David De Forest. Fue así que barcos corsarios enarbolaron en sus mástiles la insignia de Buenos Aires — y en la mayoría de los casos, jamás llegaron a recorrer las aguas del Atlántico Sur. Operaron en la zona del Caribe y en todos los mares del mundo, zarpando de puertos estadounidenses, principalmente de Baltimore, y en menor escala de Nueva York y Nueva Orleans. Norfolk, Savannah y Charleston eran utilizados como puertos para reaprovisionamiento, venta de mercaderías apresadas y enganche de nuevas tripulaciones. Los barcos salían de los puertos norteamericanos con un nombre falso y guardando el mínimo de formalidades, para luego ser transformados en alta mar en navíos corsarios al servicio del gobierno de Buenos Aires.
Así, el Regent, con el nombre de Tupac-Amaru, realizó, en 1817, la captura del Tritón, de la Compañía de las Indias Filipinas. Fue la más importante captura que realizaron los corsarios de Buenos Aires. La Mammoth, renombrada no solamente por ser la goleta más grande que se construyera, sino también por sus hazañas en el Canal de la Mancha, en 1814 trocó su nombre por el de Independencia del Sur, y fue uno de los corsarios de Buenos Aires más afortunados. El Swift, llamado sucesivamente Mangoré y Pueyrredón, al mando de James Barnes, y el Spartan, que se convirtió más tarde en el Potosí, fueron las embarcaciones corsarias más conocidas. Otras se llamaron el Macedonian , el Calypso y el Morgiana. Por regla general los barcos zarpaban como buques mercantes, pero una vez fuera de las aguas de los Estados Unidos, arrojaban la máscara, se armaban y adquirían un nuevo carácter y un nuevo nombre.
Fuera de los Estados Unidos, en el Caribe, en las Indias Occidentales, y aún en Europa, existían puertos que eran utilizados como bases de operaciones. Las islas danesas, suecas y holandesas, que habían sido siempre importantes centros de reunión de bucaneros, podían considerarse como refugios seguros para los corsarios de Buenos Aires. Más al sur, en la costa de Venezuela, se encontraba la isla Margarita. Enjambres de corsarios de Buenos Aires salían de esas bases e infestaban el Atlántico. En las Indias Occidentales bloquearon a Cuba y Puerto Rico con tanta eficacia que paralizaron totalmente el comercio español y casi cortaron las comunicaciones entre La Habana y Veracruz. Los corsarios enarbolaron la bandera de Buenos Aires frente al gran puerto de Cádiz y entraron en el Mediterráneo; arrasaron la costa norte de la península y aparecieron en el Canal de la Mancha y en el Báltico. Al sur de Cádiz, hicieron presas en aguas de Tenerife y de las islas del Cabo Verde.
Se contrataron importantes capitanes de todas las nacionalidades: Wilson, capitán del Tucumán, era escocés; Taylor, de Bermuda; Almeida, de las Azores; Fournier, probablemente era francés; Miguel Ferreres, comandante de la goleta Independiente o Valiente, era originario de Ragusa. Norteamericanos fueron Thomas Boyle, comandante del Chasseur; John Dieter, del Buenos-Ayres y del General San Martín; Henry Levely, del Confederación; George Ross, Joseph Stafford, etc.
No siempre se alistaron atraídos por las compensaciones económicas — si bien éstas solían ser el principal incentivo. En ocasiones fueron para ellos poderosos acicates el espíritu de aventura, la venganza personal y una adhesión sincera a la causa revolucionaria. Almeida se hizo corsario por vengarse del tratamiento cruel que le habían dado los españoles. Y Wilson, en 1817, devolvió la libertad a prisioneros capturados en cercanías del puerto de Cádiz, por considerarlos «muy pobres», y porque «tales hombres sin dudas sacudirían el yugo del gobierno imbécil de España, si ellos pudiesen». Taylor, Chayter y Brown murieron como ciudadanos argentinos, Bouchard adoptó la ciudadanía peruana, Daniels la venezolana.
Razones diversas coincidieron para poner término al desarrollo de la guerra del corso, que había sido tan exitosa y que tanto había contribuido al debilitamiento imperial de las fuerzas de la Corona. En 1820, el caos interno se cernía sobre las Provincias Unidas, y el control sobre los corsarios comenzó a debilitarse en forma paulatina, por lo que los motines y la cuasi-piratería se transformaron en moneda corriente. Esta fue la excusa que utilizó el gobierno norteamericano para sancionar una severa ley anticorcista (3 de marzo de 1819), respondiendo a los reiterados reclamos españoles — y no sin antes haberse beneficiado largamente. Y en 1921 Bernardino Rivadavia, cediendo a las presiones de los Estados Unidos, decretó formalmente la cesación del corso.
Una vez más, paradójicamente, estas medidas prohibitivas, lejos de ponerle un límite, terminaron por fomentar la expansión mundial de la piratería. Ya que muchos marinos que antes habían sido corsarios, arriaron sus antiguas insignias para izar definitivamente la bandera de los piratas.
Fuentes bibliográficas:
Lewis Winkler Bealer: Los corsarios de Buenos Aires, sus actividades en las guerras hispano-americanas de la Independencia. 1815-1821, Buenos Aires, Coni, 1937.
Theodore S. Currier, Los corsarios del Río de la Plata, Buenos Aires, Instituto de Investigaciones Históricas, 1929.
Horacio Rodríguez, Pablo Arguindeguy, El corso rioplatense, Buenos Aires, Instituto Browniano, 1996.