Ninguna ecuación electoral mitiga la licuación de la democracia en curso. El país asiste a un escenario sitiado por condiciones como las que se lo devoraron antes del golpe de 1976, bajo el miedo agobiante antes del terror criminal. | Por Edgardo Mocca
La situación político-institucional en la Argentina está en un punto crítico. El testimonio de una ex colaboradora de Gerardo Milman acerca de la “limpieza” de su celular, ordenada y ejecutada por Patricia Bullrich, parecía el punto sin retorno de la vigencia del estado de derecho en nuestro país. Pero de inmediato surge el fallo de la Corte Suprema que interviene en los procesos electorales de San Juan y de Tucumán, postergándolos y adelantando la resolución de fondo: el impedimento de las respectivas fórmulas que el peronismo había decidido en cada una de esas provincias.
En el caso de Milman, aparece un ejemplo de conducta mafiosa consistente en el borramiento del contenido de un celular, acordado con una alta dirigente de Juntos por el Cambio. En el de la resolución de la Corte, aparece el intento de una judicialización de un derecho fundamental como el de elegir y ser elegido. ¿No tienen nada que ver un caso con el otro?
«no será una fórmula mágica lo que nos lleve a ese lugar. Probablemente nuestra historia nos ayude a encontrar el rumbo. Sería, para no ir más lejos, la reconstrucción del tiempo previo al golpe genocida de 1976. El tiempo de los cálculos. El tiempo de los miedos. El tiempo de las propuestas delirantes, las amenazas, el terrorismo anterior al terrorismo».
Está claro que la democracia argentina es rehén de un poder fáctico. Es decir, de un poder que no está establecido en ninguna parte del sistema jurídico constitucional de la nación. Un poder que se apoderó de uno de los poderes establecidos en la Constitución. Y desde esa plataforma organiza una transición: la del poder de la Constitución al poder de una facción surgida del juego institucional, pero colocada claramente por encima de él.
Para los que vivimos aquí hace mucho, la reminiscencia de los tiempos pre-golpistas anteriores a 1976 es inevitable. Y los ejemplos que damos son estrictamente institucionales: es decir se basan en la diferencia entre lo que las instituciones deberían proteger y lo que realmente protegen. Es decir, se supone que una dirigente política debería proteger el conocimiento de la verdad respecto de un acto de la gravedad del intento de femicidio de una ex presidenta y actual titular del Senado y no establecer estrategias dirigidas justamente a su ocultamiento. Se supone que el Poder Judicial protege el sistema constitucional y no interpone estrategias políticas claramente orientadas a favor de un actor político, en este caso la oposición de derecha. En este último caso se podría establecer una discusión jurídica sobre la validez de la candidatura en cuestión, pero es de imaginar que esa discusión debería respetar las decisiones de los órganos jurisdiccionales de la provincia involucrada. ¿Siempre esas decisiones son estrictamente adecuadas a la lógica de la letra constitucional? Si fuera así, no hubiera sido permitido el modo de elección de candidatos del justicialismo en 2003. Y no hablamos de una “violación” de la Constitución, sino de la necesidad de interpretarla políticamente, sobre todo cuando de política se trata.
Pero la cuestión que motiva estas líneas es otra. Es la pregunta de hacia dónde estamos yendo. De cómo nos imaginamos la continuidad del régimen legal – constitucional (o de lo que queda de él). Para algunos esto es una cuestión secundaria, porque “la gente” no está pendiente de la constitución sino de la supervivencia. ¿Qué querría decir eso? ¿Que nos desentendamos de la Corte, el atentado contra Cristina, el avance sobre las autonomías provinciales ejecutado por un grupo ínfimo de personas carentes de toda autoridad legal, la proscripción de la principal líder política nacional? Aunque fuera desde la marginalidad pública más extrema, los que queremos una Argentina libre, próspera y feliz tendríamos que rechazar esa posición.
Y el rechazo de esa posición supone una política. En algún lugar, se tiene que discutir cómo salimos de esta situación previa a la catástrofe. Y no será una fórmula mágica lo que nos lleve a ese lugar. Probablemente nuestra historia nos ayude a encontrar el rumbo. Sería, para no ir más lejos, la reconstrucción del tiempo previo al golpe genocida de 1976. El tiempo de los cálculos. El tiempo de los miedos. El tiempo de las propuestas delirantes, las amenazas, el terrorismo anterior al terrorismo. No se puede seguir asistiendo al drama de una nueva destrucción de la democracia con la sensación de que es un juego, con la idea de una buena estrategia electoral que nos permita llegar a la segunda vuelta. El golpismo está en marcha. Tiene en su interior la marca del litio y de las otras riquezas naturales argentinas. La marca del mensaje del establishment norteamericano, “no dejaremos nuestro patio trasero”, impone la creación de una nueva e histórica línea divisoria. Que no tiene que pasar entre quienes reconocemos el liderazgo de Cristina y quienes querrían verla presa, sino entre quienes queremos una Argentina que discuta leal y legalmente sus diferencias y quienes quieren imponer el imperio de la fuerza para saldar nuestras disputas.