Fragmento de la novela Cuando caigan todas las promesas, editorial Corregidor. Irene Kleiner.
Cada vez que íbamos a los controles, los médicos hablaban de la herida, de cómo estaba cicatrizando. Le indicaban cómo seguir con las gotas y cuándo tenía que volver. Pero nadie le decía la verdad. Yo trataba de adivinar si él había escuchado algo, si sabía, pero él no decía nada. El silencio se hacía cada vez más hondo.
Un día, después de que uno de los médicos residentes terminara de revisarlo, salí detrás de él. Le dije que quería hacerle una pregunta, pero él siguió caminando. Me di cuenta de que tendría que hablarle mientras caminábamos. Me costaba seguirle el tranco, pero así y todo caminé a su lado mientras le
decía que nadie había hablado con mi padre después de la operación fallida, que nadie le había explicado nada. Le pregunté cuándo y quién hablaría con él.
—Es importante que lo sepa —le dije —, además, es escritor. Imaginate lo que es para un escritor.
De golpe, ahí, él se detuvo. Y por primera vez giró la cabeza hacia mí, como si recién me hubiera registrado.
—Era —dijo. Y más que mirarme, me clavó la mirada como si hubiera querido asegurase de que su tiro había dado en el blanco. Ojos de hielo. Cuántos tiros certeros habría dado. A cuántos habría herido. Sentí un fuego en la garganta. Apreté los labios y le sostuve la mirada todo lo que pude. Un glaciar. Un témpano. Después él se dio vuelta y siguió su camino. Yo me quedé parada en mitad del pasillo. Me quedé mirando cómo se alejaba con su andar seguro, prepotente, el guardapolvo flameándole como una capa, como si estuviera a punto de levantar vuelo sobre todos nosotros.
Esa misma tarde llamé a Pilar. Era evidente que era la única con la que se podía hablar en ese lugar, la única que trataba a mi padre sin olvidar que estaba frente a un hombre. Le dije que alguien tenía que decírselo y ella nos citó para esa misma semana.
Revisó a mi padre como hacía cada vez, y cuando terminó le pidió al asistente que la dejara sola con nosotros.
—¿Salgo yo también? —pregunté.
—No hace falta.
Se acercó a mi padre y se arrodilló junto a él. Le tomó la mano y la mantuvo entre las de ella.
Mientras le hablaba lo miraba como si él pudiera verla. Le explicó, le dijo que había tenido mala suerte, mucha mala suerte. Y que lo habían intentado todo. Le dijo que él era un paciente ejemplar, que nunca se había quejado y que había puesto un gran coraje en todo. En ese momento tragó saliva, se veía conmovida y pensé que se iba a quebrar, que no iba a poder seguir hablando, pero siguió hasta el final. Él no decía nada, solo asentía con la cabeza. En ese momento tuve la impresión de
que no estaba escuchando nada nuevo, nada que él no supiera, que ya se había dado cuenta de todo. Entonces me pregunté qué había hecho. ¿De dónde había sacado que él estaba esperando que le dijeran la verdad? Quizás me había equivocado y solamente había empeorado las cosas. Tal vez era yo la que necesitaba escucharlo, la que necesitaba que alguien lo dijera, que lo dijera con todas las palabras, que a mí me lo dijera.
Cuando salimos, llovía a cántaros. Lo tomé con firmeza del brazo y abrí el paraguas, intentando que le cubriera la cabeza. El viento era fuerte y el paraguas, un barrilete. La gente iba apurada, sin mirar, buscando los techos para caminar debajo de ellos, esquivando goteras. Se nos venían todos encima. Puse el paraguas como escudo y seguimos. Pensé que era preferible mojarnos a que se lo llevaran por delante. Él se aferraba a mí.
Me acerqué a la pared para que camináramos pegados, de ese lado. Una catarata se descargó sobre nosotros desde algún toldo, él se sacudió el agua del hombro. Vi que estaba por meter
el pie en un charco y le grité “cuidado” pero eso no evitó que él lo hundiera de lleno en el agua. Cerré el paraguas, lo sujeté bien, y caminamos todo lo rápido que nos era posible hasta el estacionamiento como si no hubiera pasado nada.
Volvimos todo el camino en silencio.