Por Pablo Dipierri
Javier Milei es un algoritmo. Más allá de su biografía, su figura es una especie de impresión 3D, diseñada por los dispositivos técnicos de la conducción política del poder económico.
En el discurso previo a la enunciación de las primeras 30 medidas contenidas en su Mega DNU, apeló una y otra vez a la condena “a los políticos”. Su condición, aunque acredite dos años como diputado y haya sido elegido presidente en las urnas, estaría por fuera de esa categoría.
Lejos de cualquier zoncera o burrada, ese deslizamiento es una operación ideológica por la cual pretende congraciarse con los sectores sociales que aborrecen de las mediaciones políticas y confunden representación con identificación bajo el lazo espectral del like en una app. Sea por pereza, ignorancia o aversión, buena parte de los argentinos convalida cualquier atropello que suponga la afectación de los que desprecia, hasta que el alcance de sus efectos impacte en su propio entorno.
Sin embargo, casi nadie extiende un cheque en blanco en la actualidad. Por eso, los cacerolazos que se expandieron anoche por el área metropolitana contra el decretazo libertario no solo se nutrieron con votantes de Unión por la Patria. Tampoco esas manifestaciones son indicativas de revoluciones a la vuelta de la esquina.
No obstante, la reacción de los que ayer se movilizaron contagió a los actores políticos y sindicales que oteaban el horizonte y mantenían cautela hasta hace 48 horas, a la espera de que fuera el gobierno quien actuara y permitiera que se midiese la temperatura popular.
Se verá, de todas maneras, si Milei retrocede o revira su apuesta. Las bancadas del Congreso, hasta donde supo La Patriada, reclaman discutir el paquetazo en sesiones extraordinarias y hasta el presidente de la Corte Suprema, Horacio Rosatti, evocó el lunes pasado que Franklin Roosvelt no pudo implementar su New Deal desde el inicio de su mandato porque el máximo tribunal estadounidense se lo frenó. Sin adelantar opinión, sembró inquietantes preguntas sobre el derrotero de esta iniciativa.
Por lo demás, la etapa es profundamente aleccionadora. Los simpatizantes o activistas que reivindican las gestiones kirchneristas, sin carnet de afiliaciones gremiales o partidarias pero con visceral sentimiento de pertenencia a narrativas como las que se acuñaran en 678 o el Patio de las Palmeras, se desgañitaban frente a las cámaras de TV que cubrían la protesta en las calles de Buenos Aires con gritos contra la CGT y los sindicatos. Esa diatriba es equiparable a las caracterizaciones del semirprogresismo blanco que despotrica contra el conservadurismo peronista de gobernadores o representantes parlamentarios de las provincias.
Contra la vida en clave editorial que convierte a cualquier tuitero en columnista de radio y a cualquier periodista en juez o maestro ciruela, es probable que ese sindicalismo sucio, feo y malo, junto a los jerarcas de una estructura política anquilosada, terminen siendo el último bastión de una Argentina que no se entrega a la devastación y el despojo. Así como la victoria de Milei en los últimos comicios no lo habilita a mecerse en el sillón de Rivadavia como un emperador, la memoria selectiva de un pasado reciente romantizado no es fértil para la construcción de las condiciones sociales que permitan recrear una nueva mayoría contra el deseo de los que quieren volver al país preperonista de los inicios del Siglo XX.