La tendencia a mirarse el ombligo para caracterizar la experiencia política del Frente de Todos impide atender a contextos más amplios y densos. La crítica implacable es tan cómoda como cool y sintoniza con un malestar que permanece inexplicado pero un repaso de la suerte de otras latitudes complejiza el escenario donde prolifera la opinión superflua que se vende cruda y rigurosa. | Por Pablo Dipierri
“Este es un gobierno de mierda pero la gente lo quiere al Presidente (Alberto Fernández)”, le decía a La Patriada una fuente del gobierno bonaerense vinculada a La Cámpora en 2020, en pleno auge del debate sobre la expropiación de Vicentin. Pasaron casi tres años, probablemente la caracterización sobre la experiencia del Frente de Todos no varíe pero es difícil que se corrobore, sea en encuestas o en la calle, que el Jefe de Estado despierte afecto.
La ferocidad de una interna vergonzosa en el oficialismo y la voracidad de una inflación indomable, cruda expresión de una puja distributiva donde los sectores populares pierden contra los dueños del país, terminaron de trizar los ánimos de las fracciones de la coalición gubernamental que apostaban a una candidatura presidencial del ministro de Economía, Sergio Massa. La supuesta percepción social sobre el fracaso del peronismo actual, metropolitano, errático y blanco, choca todavía contra cierta paciencia plebeya o una rabia que se acumula pero se contiene, bajo una indescifrable alquimia de madurez criolla y esperanza alimentada por tramas comunitarias ilegibles para los economistas.
Tal vez habría que leer antropológicamente la alegría autogestiva de un pueblo embanderado con la epopeya de La Scaloneta por el Campeonato Mundial de Qatar como el hecho político más importante de la última década. Quizá pueda solicitarse todavía algún esquema teórico que indague sobre la posibilidad de que la Generación del Bicentenario de la Patria, esa que se enorgullecía de la gesta de los revolucionarios de Mayo de 1810 y promovía la identificación con el kirchnerismo posterior a la Resolución 125, se vaya arrumbando paulatinamente para darle espacio la época de Lionel Messi y sus gladiadores, los del grupo espectacular que no dejan a la gente tirada después de una derrota inicial y se coronan antes en el amor colectivo de una ilusión que en la cancha donde batallan con belleza técnica y eficacia táctica.
Aun así, hay la sensación de que la administración de Fernández, cuya estrella se alumbró con un tuit de la vicepresidenta Cristina Kirchner, es la peor de todas. Los atributos que ostenta como líder fallido y mandatario que titubea, con esa moderación autocelebrada y la tibieza imputada por los que le facturan una suerte de concesión de los votos de 2019 como si los sufragios fuesen gerenciados, derivan del pecado original de la fórmula. La propia ex Presidenta dijo públicamente que lo eligió porque no tenía poder y la oposición se burló siempre de que el ex jefe de Gabinete no era más que un títere de ella.
Dos adagios de bodegón podrían bailar pisándose los pies pero nutriendo el tumulto de las inquietudes de la etapa. Por un lado, se hace más patente que nunca –y contra todos los análisis de la crema de sociólogos, politólogos y periodistas- la hipótesis de un anónimo filósofo de salón en tertulias del otrora Frente Para la Victoria porteño acerca de que es vasta la porción de argentinos recios que “prefieren que les rompan el culo con la economía antes de que les rompan las pelotas con la política”. Y por otra parte, urge preguntarse si el electorado de estas pampas prefiere ungir a “un boludo” o “un hijo de puta”. La respuesta contendrá la preferencia entre lo menos malo de esas dos opciones y será pródiga en colgarles alguno o ambos motes a un sinfín de dirigentes en góndola.
Sin embargo, la visceralidad podría diluirse si se levara la mirada más allá de los límites geográficos del territorio argentino. El espejo de otras latitudes puede devolverle al observador una imagen más complaciente de su entorno.
Un ejemplo posible es la depresión del poder adquisitivo de los salarios locales como argumento crítico habitual en las discusiones tribales del FdT. El último informe de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) ilustra que “en el primer semestre de 2022 la inflación incrementó proporcionalmente con más rapidez en los países de altos ingresos que en los países de ingresos bajos y medios”.
Dice ese documento publicado en diciembre que “en América del Norte (Canadá y Estados Unidos), el crecimiento medio del salario real llegó a cero en 2021 y bajó a menos 3,2 por ciento en el primer semestre de 2022; en América Latina y el Caribe, el crecimiento del salario real descendió a menos 1,4 por ciento en 2021 y menos 1,7 por ciento en el primer semestre de 2022; en la Unión Europea, donde los programas de preservación del empleo y las subvenciones salariales protegieron en gran medida el empleo durante la pandemia, el crecimiento del salario real aumentó de 1,3 por ciento en 2021 y descendió a menos 2,4 por ciento en el primer semestre de 2022; en Europa Oriental, el crecimiento del salario real se ralentizó situándose en 4,0 por ciento en 2020, en 3,3 por ciento en 2021, y menos 3,3 por ciento en el primer semestre de 2022; en Asia y el Pacífico, el crecimiento del salario real aumentó hasta 3,5 por ciento en 2021 y ralentizó hasta situarse en 1,3 por ciento en el primer semestre de 2022; en Asia Central y Occidental, el crecimiento del salario real registró un fuerte crecimiento de 12,4 por ciento en 2021, pero desaceleró hasta llegar a 2,5 por ciento en el primer semestre de 2022; en África, los datos sugieren una caída del crecimiento del salario real de menos 1,4 por ciento en 2021 y un descenso hasta menos 0,5 por ciento en el primer semestre de 2022”. Se sabe por las abuelas que mal de muchos es consuelo de tontos pero sin una cartografía global cualquiera queda al borde de la zoncera.
Es relativamente sencillo encaramarse en este tipo de ejercicios comparativos con la información estadística disponible en distintos países. Por caso, los estadounidenses perdieron un 3,28% de rendimiento en sus ingresos porque los sueldos subieron a un ritmo más bajo que los precios de bienes y servicios. “Entre las presidencias de Donald Trump (2017-2020) y Joe Biden, la capacidad adquisitiva de los norteamericanos ha caído casi un 11%”, según una revisión de la Oficina de Estadísticas Laborales yanqui. Similar al pasado reciente argentino, la peor baja ocurrió en 2019, con los republicanos en la Casa Blanca: la capacidad de compra del dinero en los hogares por encima del Río Bravo descendió 7,08%.
Emblema para los sommelier de potencias, Alemania también atraviesa ese tipo de dificultades. Un artículo de Elena Sevillano para el diario El País reveló en noviembre último que allí los salarios reales disminuyeron un 5,7% en el tercer trimestre del año pasado, en comparación con el mismo período de 2021. “Mientras los ingresos nominales aumentaron un 2,3%, la inflación creció en el mismo lapso un 8,4% y se comió con creces la subida de los salarios”, resaltó la oficina pública de Berlín que lleva las cuentas.
Al otro lado de los mapas diseñados con la perspectiva hegemónica en Occidente, resulta gráfica la suerte de Japón. Siendo la tercera economía del mundo y habiendo mantenido una tasa de interés de -0,1%, Tokio vive con zozobra un índice inflacionario de 3 puntos, el guarismo más alto desde 1991.
Recientemente, la BBC informó que el yen, tradicional reserva de valor alternativa al dólar, perdió un quinto de su valor en relación a la divisa norteamericana, llegando a su precio más bajo desde 1990. Y desde el punto de vista del consumidor, consigna ese material periodístico, “los japoneses han perdido la mitad de su poder adquisitivo durante la última década, desencadenando un grave problema porque los salarios promedio en Japón apenas han aumentado en más de tres décadas”.
Sin ir más lejos, esta semana se realizó una huelga en Inglaterra. Los sindicatos comunicaron que desde 2010, los sueldos del sector privado treparon 1,9% pero los del sector público cayeron 7,7%. En particular, los médicos vieron una merma del 14% en sus bolsillos y los maestros, del 11%.
Y si para esta muestra faltara un botón, Emmanuel Macron sancionó esta semana por decreto una reforma previsional que aumenta la cantidad de años de aportes un trabajador antes de jubilarse, en medio de una virulenta ola de protestas en París. En Argentina, Fernández promulgó la moratoria previsional que incluyó a 800 mil nuevos jubilados al sistema de reparto. Ya no es curioso pero sigue siendo paradójico que el diputado Máximo Kirchner se mofara ante miles de militantes de que el primer mandatario no firmaba el decreto para que se publicara en Boletín Oficial ese proyecto, cuya regencia motivó la irritación del FMI y alimentó el recrudecimiento de la confrontación intestina en el oficialismo. Tampoco sorprende que quien estampó su rúbrica en ese texto no se golpeara el pecho enfáticamente para capitalizarlo políticamente.
Las cosas dejan mucho que desear pero no hay demasiada justicia en autopercibirse los peores.