Por Hernani Natale
El rock nacional sufrió durante los años más sangrientos del último régimen dictatorial una encerrona, con cuestionamientos tanto de víctimas como de victimarios del plan sistemático de detención, desaparición, tortura y muerte aplicado entre 1976 y 1983.
Del mismo modo que sucedió con otras ramas del arte, la fuerte censura y el accionar represivo ejercido por la genocida dictadura cívico militar que gobernó el país entre 1976 y 1983 obligó al rock argentino a replegarse, pero esa aparente retirada alimentó una creativa escena subyacente que explotó en los albores de la democracia y renovó de manera radical al movimiento.
Sin embargo, algunas particularidades hacen que el derrotero del rock local durante los años del régimen militar no pueda seguirse desde la simple lógica lineal de una expresión cultural perseguida y silenciada por una acción coercitiva estatal que la apuntaba de manera directa.
Para cuando fue cometido el Golpe de Estado que derrocó al gobierno de Isabel Perón, el 24 de marzo de 1976, el rock argentino ya era un movimiento raleado debido a la gran diáspora de las principales figuras de su etapa seminal, quienes se habían autoexiliado años antes al no encontrar aquí tierra fértil para sus respectivos proyectos.
Billy Bond, Javier Martínez, Moris, Miguel Abuelo, Claudio Gabis, Edelmiro Molinari y Gabriela son apenas algunos de los nombres que abandonaron el país cuando la violencia política comenzó a volverse cotidiana y, a la larga, desembocaría en la ruptura del orden democrático.
Además, el instinto de supervivencia había entrenado a esta escena para moverse en el terreno de lo críptico en el plano de las líricas y para autolimitarse en su afán por retratar o denunciar acciones represivas. La decisión de Sui Generis, por ejemplo, de excluir de su disco «Pequeñas anécdotas sobre las instituciones» (1974) canciones como «Botas locas» y «Juan Represión» es un claro ejemplo de ello.
Esa necesidad de autopreservación también marginó de manera virtual cualquier aventura vanguardista y las expresiones sonoras más salvajes, que habían tenido en «La Pesada del Rock and Roll» y en «Pappo’s Blues» a sus dos exponentes más visibles.
A raíz de todo esto, el rock argentino se repartía entre la suntuosidad del rock sinfónico, muy en boga por aquellos años a nivel internacional, y la corriente acústica, que había resignado a la fuerza su perfil más político, con el que había dado forma a la llamada «canción de protesta«. En ambos casos, las intrincadas metáforas servían de salvaguarda.
Más allá de este devenir, el movimiento conservó su carácter de espacio de resistencia al poder –sin importar quién lo detentara- construido en su concepción bajo el influjo del movimiento hippie centrado en San Francisco. Esa propia filosofía constitutiva le confería un halo pacifista y ligado a prácticas hedonistas, en donde el amor libre y el consumo recreativo de drogas eran parte de su estilo de vida.
Pero el nuevo panorama planteaba un escenario político y social muy distinto, y eso ubicó al rock argentino en una encerrona durante los años más sangrientos de la dictadura; con cuestionamientos tanto de víctimas como de victimarios del plan sistemático de detención, desaparición, tortura y muerte aplicado por el gobierno militar.
El principal objetivo de la dictadura, expresado a través del Plan Cóndor, era el exterminio de la guerrilla a cualquier precio, por lo que el gran enemigo era la militancia política, fundamentalmente aquella que había optado por la lucha revolucionaria armada.
En ese contexto, y ante la incapacidad para comprender las alegorías desplegadas en sus letras, el rock no era para los militares más que un ámbito que podía alterar la «moral y buenas costumbres», aunque lejos estaba de ser un problema político. Apenas era considerado un desvío en la conducta reñido con el modelo de juventud conformista al que aspiraba.
Obviamente, no escasearon prohibiciones y censuras, pero fueron dirigidas a todo el espectro de la música popular y recaían sobre obras o artistas que hablaban abiertamente de cuestiones políticas, sexuales o de comportamientos en las antípodas de las consideradas «normales» por los dueños del poder y la vida de los argentinos.
Durante la dictadura había razzias en los recitales, detenciones, cortes de pelo a la fuerza en comisarías y miles de causas judiciales abiertas por tenencia o consumo de estupefacientes. Nada muy distinto a lo que había ocurrido desde los inicios del rock, aunque en este caso el accionar represivo podía incluir sesiones de tortura. Vitico, el exbajista de Riff, y David Lebón han narrado situaciones padecidas de este tipo.
Pero la militancia también miraba con recelo al rock por considerarlo un medio evasivo, pro-imperialista y volcado a un estilo de vida que lo alejaba del compromiso político. Ante esto, algunos lanzaron acusaciones de colaboracionismo con el régimen.
Lo cierto es que el rock argentino quedó en medio de un fuego cruzado entre quienes lo veían como una distracción que no permitía concentrarse en un plan revolucionario y quienes lo entendían como una desviación moral que alejaba a los jóvenes del camino recto. Ni una cosa, ni la otra. Es terriblemente injusto hablar de colaboracionismo cuando el movimiento siguió diciendo sus verdades, aún de manera velada; sufrió censuras y persecuciones, y fue un resquicio que alimentó utopías en tiempos muy oscuros, una indudable zona de refugio.
Basta con pensar en miles de personas con el corazón latiendo fuerte cuando, por ejemplo, Serú Girán entonaba frases como «no cuentes que hay detrás de aquel espejo, no tendrás poder, ni abogados, ni testigos» en «Canción de Alicia en el país«.
Precisamente, por estas mismas cosas, también es ingenuo bajarle el precio y considerar que se trataba solo de una desviación de la «moral y las buenas costumbres» a un medio de expresión que se posicionaba claramente contra lo establecido y, como podía, se las ingeniaba para pintar un cuadro de situación.
La refutación definitiva a ambos señalamientos se dio por decantación, cuando la historia pudo ser leída en perspectiva. La subestimación dejó una puerta abierta que permitió que se colaran pequeñas brisas que, con el tiempo, se convertirían en fuertes vientos de renovación. Entre finales de los ’70 y primerísimos años de los ’80, un movimiento subterráneo comenzó a gestarse silenciosamente.
Primero fueron jóvenes que se juntaban en casas particulares ante la ausencia de espacios sociales para compartir música y pensamientos. Luego, empezaron a abrirse algunos pocos locales en donde una nueva perspectiva del rock argentino pedía pista.
Las noticias desde los centros mundiales del rock sobre nuevas tendencias se filtraron y dieron la respuesta a muchos artistas en ciernes para abandonar la solemnidad y lanzar un grito liberador. La alegría fue la respuesta política más contundente de una nueva generación que había crecido asfixiada por la dictadura.
Cuando la kamikaze aventura del régimen genocida en Malvinas marcó el final de una era de oscurantismo, el rock argentino estaba listo para escribir una de sus páginas más gloriosas. Pero ese es otro capítulo.