La guerra en Ucrania continúa. La invasión rusa transcurre su segunda semana y nadie se atreve a pronosticar el desenlace final de un conflicto que tiene en vilo al mundo. Por lo pronto, hay dos escenarios que transcurren en paralelo.
Por un lado, la vía diplomática: se abrió un canal de diálogo que intentó acordar un alto al fuego y la puesta en funcionamiento de corredores sanitarios, dos puntos habituales en las negociaciones entre países en guerra que suelen incumplirse.
Las rondas de diálogo hasta el momento fueron tres pero eso no hizo ceder una ofensiva rusa que, con altibajos y problemas de logística, no detuvo su avance a lugares estratégicos.
El segundo escenario es el recrudecimiento de la guerra. Moscú tiene un objetivo claro que es controlar la región del Donbás. Al control militar obtenido por los separatistas de Lugansk y Donestk se suma que las tropas de Putin están muy cerca de quedarse con la parte de esa región que estaba bajo dominio ucraniano y, por eso, los ataques a Mariupol se intensificaron.
De quedarse con ese territorio, Rusia se garantiza un corredor de Donbás a la península de Crimea, área clave para sus intereses militares.
Como sabemos, los ataques no quedaron limitados a esa zona sino que apuntan destruir todas las capacidades militares ucranianas en Kiev, Jersón y Jarkov. Todos estos movimientos no parecen indicar que Putin quiera conquistar el país en su totalidad sino forzar una salida o un debilitamiento del gobierno de Volodimir Zelenski para dejarlo en inferioridad de condiciones en una mesa de negociaciones.
Para ser una potencia euroasiática, Rusia necesita de Ucrania. Lo dijo Zbigniew Brzezinski, ex consejero de seguridad nacional con Jimmy Carter en su libro “El gran tablero mundial”, de 1997.
El argumento ruso para justificar su soberanía es que lo que hoy denominamos Ucrania formó parte de la “Rus de Kiev”, federación de tribus eslavas, que ocupaba la región que iba desde el Mar Báltico hasta el Mar Negro. Será Vladimiro I de Kiev el responsable de la cristianización de la región, a partir del 988, año de su conversión al cristianismo ortodoxo. Para Rusia, Ucrania y Bielorrusia forman parte de la misma civilización.
Ucrania sostiene lo contrario y más allá de filosofías y culturas comunes, se entienden como un estado soberano desde 1991. Ahora bien, la pregunta que habría sido necesaria es si no era más favorable para los intereses ucranianos profundizar su perfil neutral, el poder de ser nexo entre Europa y Rusia y hacer valer el peso de ser el país de paso del gas ruso al continente europeo. Tras 8 años de conflicto y una guerra en curso, esta pregunta queda en la más absoluta inanidad.
En términos estratégicos, y más allá de las añoranzas de querer recuperar la Gran Rusia o el prestigio perdido tras la caída de la Unión Soviética, para Putin alcanza con quedarse con la región del Donbás. Su demostración de fuerza pretende visibilizar un contundente despliegue, al tiempo que sus adversarios incumplen con lo acordado.
El riesgo para Putin es alto. La respuesta de Occidente fue dura tanto desde lo económico como desde lo diplomático. Las sanciones fueron más allá de lo imaginado y si bien no incluyen las exportaciones de gas (porque su impacto sería muy negativo para Europa) la decisión de sacarlo de Swift (sistema de transacciones financieras) en la mayoría de las monedas podría dejarlo como un paria financiero al que no le quedarán más alternativas que incursionar en las criptomonedas o abrazarse a China.
Desde lo diplomático, las Naciones Unidas dejaron en claro que Rusia es el invasor que vulnera la integridad territorial ucraniana. El mensaje político es claro y será difícil para Moscú borrar esa marca.
De todas formas, lo que se desprende de las votaciones en la ONU es que buena parte de Asia Central y el sudeste asiático prefiere cuidar las relaciones comerciales con Rusia.
Las miradas también están puestas en China. El gigante asiático opera a tres bandas: juega como aliado de Rusia en el Consejo de Seguridad de la ONU y contempla ser un refugio de Moscú en el intento de aislamiento de Occidente, se muestra como posible mediador y defiende sus negocios comerciales con los enemigos de Rusia en un notorio pragmatismo comercial. Eso le da juego y le permite ser un actor omnipresente sin involucrarse demasiado ni pagar el costo de una guerra que no inició ni mucho menos financia.
Por último, aparece un Occidente revitalizado. La semana pasada, Estados Unidos y Europa eran simples testigos de un avance ruso que parecía haberlos sorprendido. Con el correr del conflicto, la OTAN (que estaba en una suerte de muerte cerebral) tomó una actitud activa, movilizó tropas y gastó ciento de miles de millones de euros en envío de armas.
El interrogante vuelve a ser si esto es propio de una decisión autónoma de los europeos o nuevamente quedaron bajo el ala de la estrategia de la Casa Blanca. Al parecer estamos en el segundo escenario.
Estados Unidos gana al lograr las sanciones económicas que Bruselas se resistía a implementar y logra una presión militar sin enviar un solo soldado. Las pérdidas en términos geopolíticos y domésticos las podremos ver con el correr del tiempo.
En este marco, aún con negociaciones en curso, nadie parece estar dispuesto a ceder un tranco de pollo. Según Emmanuel Macron, lo que viene será peor y las constantes amenazas con hacer valer el poder nuclear nos hacen creer en esa teoría en la que todos están más cerca de perder. El millón de refugiados que huyeron de Ucrania son una de las caras de lo que puede llegar a venir si la cosa empeora.