Por Juan Carlos Otaño.
Las arquitecturas en el sueño a veces reproducen espacios que nos resultan familiares, ya sean pasados o presentes, queridos o indeseables, pero también otros completamente insospechados.
A veces basta un espejo para que refleje un ambiente que no se corresponde con la “realidad”, tal como sucede en el segmento filmado por Robert Hamer de Al caer la noche (1). O una habitación como aquella de El cuarto del pasillo, de Mary Wilkins-Freeman, donde el pasajero en una pensión, al intentar alcanzar apoyados sobre una cómoda un frasco de remedio y una cuchara, descubre que el cuarto se ha vuelto “elástico”, que es mucho más amplio en la completa oscuridad que durante el día o a la luz de las velas. El personaje se desplaza sin llegar nunca a su destino, pero atraído por una fragancia arrobadora (una mezcla de lirios, violetas y resedas), “mientras sus pies se apoyaban sobre algo como el aire o como el agua”.
Un fenómeno muy parecido ocurre en El número 13º, de M. R. James. Allí, en un viejo hotel de Viborg, en Dinamarca, cuya habitación con el número 13 ha sido salteada de ex-profeso (así como en ciertos rascacielos de Nueva York, se pasa del piso 12 al piso 14). Sucede que, durante la noche, el cuarto censurado reaparece, presionando y empujando a las alcobas adyacentes. Reducidas en su tamaño — cada una de ellas se ve privada de una ventana, que pasa a pertenecer al cuarto “fantasma” —, mientras tanto sus huéspedes resultan testigos involuntarios de “una voz que cantaba o gemía (…) hasta transformarse en una risa sofocada, casi un gruñido”.
Se dirá que, en la literatura o en el cine, el tema de la “habitación embrujada” es uno de los tópicos más trillados que existen, y sus ejemplos serían incontables. Empero, hago notar, que casi siempre se refieren a los fantasmas que habitan en ellas, pero muy rara vez el propio fantasma es la arquitectura.
Que es justamente lo que pasa en la película La cabaña encantada (The Enchanted Cottage, John Cromwell, 1945) (2). Según el argumento, un ex combatiente desfigurado durante la guerra y una muchacha poco atractiva, “se verán transfigurados por un amor que los unirá más allá de toda fealdad, y será una pareja de maravillosa belleza la que dejará esta morada” (3). ¿A qué podría deberse ese cambio fantástico?: al poder que sobre ellos ejerce la cabaña encantada.
En un diálogo de la pareja, al conocerse en su primer encuentro, se marca explícitamente la diferencia entre una “casa embrujada” y una “casa encantada”:
— De pequeña oía las historias que se contaban de esta casita.
— Acabará diciéndome que está habitada por fantasmas.
— No, no hay fantasmas. Está encantada.
— Viene a ser lo mismo, ¿no?
— No, los fantasmas significan inquietud, intranquilidad, miedo… El encantamiento es felicidad, alegría y belleza.
¿No es esto último lo que más se echa de menos y lo que más se desea en definitiva?
Muchas veces conservan esta cualidad de encantamiento los recuerdos de una casa que habitamos en la infancia, y nos gusta recorrer sus pasillos, sus cuartos, sus jardines. En esos rápidos repasos vuelven a cobrar vida unos objetos que entonces parecían insignificantes, un mantel de hule a lunares, un juguete roto de baquelita… (todo el mundo tiene su “Rosebud” guardado en una gaveta escondida dentro de sí).
Y también suele ocurrir en los sueños — esos recuerdos en tiempo real. Yo mismo he llegado a transitar en algunos sueños recurrentes — a veces durante años — por esos limbos desconocidos.
Carnet de sueños.
En uno de ellos es simplemente una casa que, desde los fondos, se prolonga en una enorme cavidad interminable. Cubierto el suelo de escombros y absolutamente en ruinas, el túnel y su propósito ya de por sí constituyen un enigma. Pero también un desafío que inquieta y al mismo tiempo enorgullece — pues significa que la casa es diferente y única. Siempre sucede que estoy de pie frente al umbral, donde domina el silencio y se alza impalpable una bruma luminosa. El suelo está cubierto por un manto de tierra muy fina, casi lunar, que tiñe de blanco los zapatos. Avanzo a través de esa obra interminada o catastrófica. El lugar acaba por producir una sensación de profundo desamparo, una clara percepción de la propia fragilidad.
…
Otro de esos sueños me lleva hacia un departamento — ubicado en algún lugar de la ciudad, rigurosamente indeterminado, al que solamente yo puedo acceder a voluntad. Ese sitio sería completamente anodino, a no ser porque ofrece una peculiaridad: se trata de una cápsula del tiempo.
Con una emoción y un alivio indecibles ingreso al monoambiente sin cuadros en las paredes, sin adornos, sin muebles, cuya única ventana siempre aparece cerrada, sus persianas siempre bajas. Iluminados por la luz eléctrica, todos los objetos, en desorden, se hallan esparcidos por el suelo. Me siento entre ellos y comienzo a repasarlos uno a uno. Allí se encuentran cartas de amor perdidas, juguetes olvidados, restos de naufragios de mudanzas sucesivas; portaplumas de madera y de carey, cigarreras de latón de Las Canarias; viejas postales con palabras optimistas, ilusionadas o esperanzadas, prolijamente redactadas y con hermosas caligrafías; revistas, cintas, libros, papeles…
…
En un tercer sueño descubro, una y otra vez, que allí donde mi casa razonablemente debería terminar, sin embargo se extiende. Ciertos días aparece en el centro de un patio, bajo la sombra de una parra, un kiosco o pequeña pagoda oriental, alrededor de la cual parten escaleras en distintas direcciones. Cuando eso sucede, sé que en los pisos superiores hay cuartos vacíos y en estado de completo abandono, que invitan, naturalmente, a realizar una somera recorrida. Pero, sobre todo, que están poblados de fantasmas. Las veces que subo siempre se aparecen y en una de las habitaciones, la fatal, su presencia es infalible.
Pero además hay niños, ancianos, familias enteras de fantasmas. Y los días de calor o cuando amenaza desatarse una tormenta, ya no se soportan y descienden al patio, para evolucionar y hacer sus desplazamientos en inmediaciones de la pagoda. Aunque nunca traspasan el límite de allí donde la casa se extiende y se enrarece, siempre su desborde me fastidia.
Entonces me las veo en figurillas para explicarles a las visitas lo que significan aquellas apariciones. Que no deben temerlas ni asustarse, que son pacíficas, inocentes, inocuas, inofensivas …
(1). «The Haunted Mirror» (1945), con guión de John Baynes sobre el cuento de E. F. Benson: «The Chippendale Mirror» (Pearson’s Magazine, Mayo de 1915 ).
(2) Que aquí se llamó «Su milagro de amor».
(3) ADO KYROU, Le surréalisme au cinéma, 1963.
Epígrafe de la foto: Fotograma de The Uninvited (Lewis Allen, 1944).