La morosidad investigativa del fiscal Ulpiano en la desaparición de Facundo Castro y la ausencia tribunalicia frente a los levantamientos policiales reafirman la vigencia de la cofradía del uniforme y la Toga.
Cuando, desde la mañana del 9 de septiembre, una cantidad indeterminada de patrulleros rodeaban la Quinta Presidencial de Olivos, fue notable que ninguna autoridad judicial actuara de oficio ante esa flagrante situación sediciosa. De igual modo resultó inocultable la morosidad investigativa del fiscal federal de Bahía Blanca, Santiago Ulpiano Martínez, en la causa por el crimen del joven Facundo Astudillo Castro. Ambas circunstancias reactualizan la santa alianza de La Bonaerense con jueces y fiscales. Un asunto no debidamente analizado en estos días. En consecuencia, bien vale repasar algunos de sus hitos.
Al respecto, durante la última década del siglo XX descolló la figura de la jueza federal de Morón, Raquel Morris Dloogatz. Esa mujer algo obesa y ya entrada en años fue la cómplice más dilecta del peligrosísimo comisario Mario “Chorizo” Rodríguez, cuyo legajo chorreaba sangre, en dos hobbies que ellos practicaban con sumo deleite: el armado de causas por delitos inexistentes y la realización de operativos ilegales y con fines de exterminio.
Precisamente en eso estaban al despuntar un mediodía otoñal de 1995, cuando el “Chorizo”, quien se sentía en el despacho de la jueza como en su hogar, le extendió unas órdenes de allanamiento en blanco, que ella firmó con beneplácito, legitimando así una masacre en ciernes.
Otro actor de esta trama fue un ex presidiario que había conseguido un trabajo redituable pero arriesgado: informante de la Brigada de La Matanza, a cargo del “Chorizo”.
Éste andaba detrás de una banda especializada en asaltar terminales de colectivos. Los pistoleros solían reunirse en un taller mecánico situado frente al Polideportivo de Chacarita, en San Martín. El soplón recibió instrucciones de infiltrarse allí.
Y llegó a ese sitio a bordo de un Gacel marrón facilitado por la Brigada. Lo primero que le impacto fue el cartel de la entrada: en grandes letras se leía “SIDA”, aunque más abajo aclaraba que sólo eran las iniciales de “Servicio Integral del Automotor”. Al tipo le costó sobreponerse de la impresión.
Lo segundo que le impresionó fue que la banda ya estuviera infiltrada. Porque reconoció entre los asaltantes al “Lacra”, otro buchón de Rodríguez. Luego sabría que el comisario no confiaba en él, puesto que “vende humo y toma merca”, según le confió el “Lagarto” Vargas, un lugarteniente del jefe.
El hombre del Gacel fue haciendo bien los deberes. Durante días aportó datos meticulosos y precisos. El broche final de su tarea fue informar la hora exacta en que la gavilla iría a regresar de un “hecho”. La patota de Rodríguez –cuyos miembros lo llamaban cariñosamente “El Viejo”– fijó ese instante para la emboscada. A tal efecto ningún detalle quedó librado al azar. Hasta tenían tres testigos falsos por si algo salía mal.
En esos momentos el Chorizo departía con la doctora Morris Dloogatz por teléfono, mientras en la puerta de la Brigada los policías apilaban Itakas, ametralladoras y FAL.
El buchón miró ese ir y venir con asombro, y preguntó:
– ¿Para qué tanto fierro? ¿Los va a meter en cana o los van a “cortar”?
– Vos sabés como es el Viejo… Los vamos a “cortar”.
Unas horas después los noticieros dieron cuenta de “un cruento tiroteo con cinco malvivientes abatidos”.
Dicen que el Lacra salió corriendo con las manos en alto. Y sus últimas palabras fueron: “¡No tires, Marito, soy yo!”.
El hombre del Gacel quedó tan espantado con Rodríguez que ni siquiera quería cobrar su parte. Pero el Chorizo, para quien su palabra era sagrada, le envió un emisario para saldar los números. No era otro que el Lagarto, que le entregó una pila de billetes literalmente manchados con sangre. Hasta daba la impresión de estar todavía húmeda.
– ¿Qué querés? La plata estaba en el auto de los chorros y se manchó de sangre. No vas a pretender que el billete lo ponga el Viejo de su bolsillo –supo explicar el Lagarto antes de partir.
Una tajada del botín fue a parar a la cartera de la jueza.
La doctora Morris Dloogatz tuvo a fines de 1999 el gran mérito de ser la primera jueza del país en ser destituida por el Consejo de la Magistratura por formar parte de una “asociación ilícita” dedicada a “la extorsión de personas investigadas penalmente”, delito por el cual también fue condenada a cuatro años de cárcel.
No le fue a la zaga el juez del fuero criminal platense, Amílcar Benigno Vara. Ni su colega federal de Dolores, Hernán Bernasconi. El primero resultó eyectado de su cargo por “encubrimiento, prevaricato, abuso de autoridad y violación de los deberes de funcionario público” en 27 causas; entre estas, las desapariciones de Andrés Núñez y Miguel Bru en manos de la policía. El otro, a su vez, terminó tras las rejas junto a un selecto grupo de agentes del orden por “falsedad ideológica, adulteración de documento público y asociación ilícita” en perjuicio de “ricos y famosos”; su blanco preferido fue Guillermo Cóppola.
Pero si hay una vida que resume el vínculo negro entre las fuerzas de seguridad y la Justicia, tal es la del ex fiscal general de San Isidro, Julio Novo. De hecho, hay una vieja historia suya que merece ser evocada. Una historia que también involucra a un comisario de ojos rasgados y kilos de más que, en los primeros años del siglo, solía aparecer profusamente por TV. Se trata del entonces jefe de Delitos Complejos de la Bonaerense, Ángel Casafuz.
En los corrillos de la mazorca provincial se dice que, en la mañana del 3 de julio de 2002, Casafuz atendió el teléfono. Se dice que desde el otro lado de la línea estaba Novo. El doctor estaba nervioso, dado que un ladrón había entrado a su domicilio. El caso es que este ahora yacía en el suelo con tres balazos en la espalda. Y Novo empuñaba una pistola aún humeante. Al parecer, el muerto estaba desarmado. Antes de que llegara la Policía –según los vecinos–, acudió a la casa en cuestión un sujeto de ojos rasgados y kilos de más. Y, curiosamente, en el expediente quedó asentado que junto al cadáver había “un revólver calibre 32”. Tal “favor” habría sido retribuido con creces.
Desde una visión más global, la enorme contribución de Novo –cuya caída fue por proteger a los asesinos de dos narcos colombianos acribillados en el estacionamiento del Unicenter– consistió en consolidar un sistema que a los fiscales les exige mano dura, condenas sin pruebas, acusar por las dudas. Y con un férreo control sobre ellos. Un control cifrado en coacciones de toda índole, para de ese modo desalentar a quienes tuvieran la osadía de oponerse a la fabricación de culpables a escala industrial.
En tal sentido, la investigación por el secuestro y la muerte de la niña Candela Rodríguez – a mediados de 2011 por una rivalidad entre narcos de Hurlingham– es aún hoy recordada como una pieza sublime de la dramaturgia jurídico-policial. Instruida con datos ficticios, pruebas plantadas, testigos no identificados y el arresto de personas inocentes, su intencionalidad no fue otra que encubrir, en los arrabales de ese crimen, los negocios de los uniformados con el hampa. Casi una razón de Estado. Y bendecida por el fiscal general de Morón, Federico Nieva Woodgate, quien se encontraba aún en funciones a pesar de enfrentar un jury por su colaboración con la última dictadura.
En esto se asemeja al doctor Fabián Fernández Garello, quien aún sigue siendo fiscal General de Mar del Plata a pesar de que la Justicia federal probó su participación en delitos de lesa humanidad bajo el régimen cívico-militar en su condición de agente civil del DIPPBA (Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires) bajo el mando del general Ramón Camps.
Más allá de estos episodios puntuales, la alianza de jueces y fiscales con los hombres de azul es prolífica en hechos similares, aunque de factura más discreta. Casos anónimos. Sin difusión. Unos cinco mil, para ser exactos.
Ya en 2007 el entonces ministro bonaerense de Justicia, Eduardo Di Rocco, presentó una estadística sugestiva: de los 29 mil presos provinciales, se estimaba que el 28 por ciento sería absuelto. A 13 años de ello, se mantiene esa tendencia de inminentes excarcelaciones, puesto que –según reconoce la propia Procuración– se trata de hombres y mujeres privados de la libertad en base a testimonios mendaces y pruebas inconsistentes. En buen romance, les armaron una causa.
Una tradición pacientemente cultivada desde comisarías y juzgados de todo el país con una diversa batería de razones: desde errores en la pesquisa hasta el afán de mejicanear un botín, pasando por extorsiones, necesidades estadísticas o, sencillamente, la presión por resolver con rapidez algún caso que excita la agenda mediática. Así funciona la cofradía del uniforme y la toga. Lo que se dice un atractivo festín para el señor Franz Kafka.
*Por Ricardo Ragendorfer.