Por Pablo Dipierri
Érase una vez un país austral, oprimido por el imperio de felinos timberos que se adueñaban de su territorio y sus riquezas a través de juegos tramposos en los que siempre perdía la fauna autóctona.
Sucesivamente, indios, gauchos y otros bípedos implumes caían en las garras leoninas o bajo la rapiña de buitres fáciles de identificar pero difíciles de evadir porque los animales de la selva originaria no sabían organizarse.
Sólo por breves interregnos históricos aparecía algún que otro espécimen inclasificable, que encontraba la forma de que los corderos, acostumbrados a la docilidad o domesticados en corrales, se convirtieran en una manada silvestre dispuesta a defender lo suyo. Sin embargo, la rebelión en la granja a menudo terminaba con la bronca de los gorilas y cada oveja volvía a subordinarse hasta que no diera más lana y la pasaran a degüello.
Pero hete aquí que el albur quiso que emergieran un pingüino y una yegua con predicamento sobre buena parte de la colonia y la mayoría del zoológico sintió que vivía sus días más felices. El problema es que los halcones que propiciaron la yugulación originaria y la desposesión material de cada bicho que andaba por esas pampas jamás dejaron de tutelar el destino de ese rincón continental.
Con el tiempo y después de practicar matanzas por distintas estrategias de caza, esas aves criminales prepararon un burro y lo usaron para transportar las palabras más soeces. Así lo erigieron en mandamás para que garantizara todo lo que les apetecía, aunque nunca nada las saciara.
Los pingüinos se fueron dispersando y la yegua perdió muchos potros en el camino, que terminaron corriendo por apuestas o jineteados por demonios. Ante el advenimiento de esa oscuridad, ella trató de que sus herederos se curtieran en los mejores stud de pureza ideológica pero los animales se fueron disgregando y ganaron adeptos otras bestias del lugar.
Tanto se empacó la yegua en su tarea que solo quedó cerca suyo un sapo astuto. Intragable para el linaje de ella, el batracio era la última opción en una selva plagada de fieras que iban cerrando el cerco otra vez.
La disyuntiva, entonces, radicaba en cargar el sapo sobre su lomo y cabalgar para que croara delante de la fauna completa o ungirlo responsable de la salvación y encargarle que seduzca o aterre al resto con las pestes que vendrían si no lo dejaban capturar con su lengua cuanto insecto asediara a la alicaída manada. La decisión no era fácil porque los cuentos de hadas que fueron educación sentimental de los sementales decían que la princesa convertía al sapo en príncipe con un beso, y eso –se convencían todos- no ocurriría. Ni el beso ni la metamorfosis.
La fábula en cuestión todavía no terminó y cada cual podría enhebrar su propio desenlace o trabajar colectivamente para que el relato no sea testimonio de una tragedia más.