Por Daniela Blasco
La primera vez que vi a Montarosa en vivo me fui con la sensación de que sus letras escondían un secreto. Algunos años después (y varios recitales después) sigo sin develarlo y creo que en ese misterio esencial reside su belleza, su medalla de brillo perdido.
El universo de la banda nos trae personajes que se pasean indistintamente entre dos planos. Las historias de amor y de amistad se desarrollan en espacios reconocibles: la ciudad natal, la terminal de colectivos, la plaza del barrio, el mar. Pero también —al mismo tiempo y sin cruzar ningún umbral— nos encontramos en un mundo de fantasía y ensoñación en el que los personajes parecen deslizarse por sendas extrañas.
Ricardo Piglia, en Formas breves, sostiene que en un cuento se narran dos historias. Con las canciones de Montarosa sucede lo mismo. En sus letras se entrevé que algo está pasando más allá de la superficie. Su voz es diáfana, aunque por momentos parece guardarse algo para sí. Este enigma que caracteriza a su obra —este sugestivo segundo nivel del relato— es lo que al final de cada show nos deja eclipsados y deseosos de ver más.
En pocos días, Montarosa, Tuti Posse, Fran Limón, Celestina y Benito Malacalza presentan su segundo álbum en el barrio porteño de San Telmo. Algunos ya tenemos listas nuestras remeras bordadas con las insignias de la banda; otros sacarán a relucir las banderas pintadas a mano, tal como se hacía en otros tiempos: es que, a pesar del incipiente crecimiento del grupo, Montarosa —y su público— siguen siendo una banda de amigues y en esa premisa fundante también radica su belleza.