May 22 2025
May 22 2025

La salud psíquica como herramienta de sometimiento durante la dictadura

Publicado el

Por Silvana Melo y Claudia Rafael

Además de la muerte, de la desaparición, hay algo más sutil, que pareció pasar más inadvertido: la dictadura los dejó locos para que se vean. Para que el resto escarmiente y sepa el peligro que se corre. Y esa locura se extendió en el tiempo.

Los esbozos iniciales para la escritura de este libro tienen marcados en los almanaques un día exacto: el 6 de diciembre de 2021. Cuando a la plazoleta en donde alguna vez estuvo edificada la cárcel de Caseros se le pusieron dos nombres. Los de Eduardo Schiavoni y Jorge Miguel Toledo. Los dos, víctimas fatales de la manipulación de la salud psíquica en esa unidad penal en la que, quienes pasaron por sus celdas, nunca pudieron estar en contacto con la luz del sol.

Las carátulas judiciales ubican sus muertes como suicidios. Un término y una definición discutibles cuando durante meses, antes de llegar a esa instancia final, hubo tormentos, acoso, toma y quita aleatoria de psicotrópicos, encierros por largo tiempo dentro de buzones de castigo, vejaciones, aislamiento y otras atrocidades.

Transitar estas historias 45 años después de su martirio tuvo varios obstáculos. En primer lugar, la memoria. Un camino escabroso que se allana donde hubo piedras o viceversa. Un sendero agónico que va perdiendo certezas a medida que el paso del tiempo lo descorre. En segundo lugar, lo exiguo de la vida, más en el caso de crónicas atormentadas en una cotidianidad que excedió largamente a los años de cárcel.

Gran parte de los ex detenidos atrapados por la maquinaria enloquecedora del régimen no pudo dejar la cárcel cabalmente. No hubo libertad real para quienes se llevaron el encierro en el cuerpo y en la psique hasta el último de sus días. La mayor parte de las personas cuyas historias relatamos en este libro murieron. Se suicidaron —en una definición que determinamos opinable en cada página— o se fueron muriendo a medida que no soportaron esa libertad ajena a la que los condenaron sus carceleros. Que no eran exactamente los penitenciarios, últimas y encarnizadas piezas del engranaje.

Los familiares fueron páginas fundantes en este libro. Mujeres cuyo último contacto con sus compañeros fue cuando los secuestraron. Otras que, desde un exilio definitivo, sienten que vuelve una tragedia que ya no quieren revivir. Hablan una vez y luego se vuelven imposibles de ubicar. Sus compañeros sufrieron delirios terribles.

Los casi cincuenta entrevistados fueron —cada uno desde su propia experiencia como ex detenidos o como familiares y amigos— pincelando otras historias, escribiendo a través de sus relatos otras memorias. Aquellas de las que el horror exacerbado en los centros clandestinos de detención les impidió hacer foco. La justicia sentó en el banquillo de los acusados a casi 4.000 responsables, en diferentes grados, del plan sistemático de exterminio aplicado en Argentina entre 1976 y 1983. Sin embargo, dentro de ese plan sistemático no se incluyó la orquestada manipulación de la salud psíquica de los miles y miles de presos políticos.

Desde su propia óptica de haber permanecido secuestrado durante 21 días en la ESMA y haber declarado en numerosos juicios de lesa humanidad Carlos Loza se preparó meticulosamente para la entrevista concedida para este libro. Era de una exigencia profunda para sí y el tenor de esa exigencia se comprende cabalmente cuando define: Yo estoy bajando muchísimo a las profundidadesEs una regresión a las formas prehumanas en las que nos hundieron de manera planificada. No hubo nada improvisado. Y si bajo a esas profundidades para que se entienda mejor es porque esto no forma parte casi de los juicios y es la primera vez que lo puedo hablar a fondo.

Ha sido una óptica desatendida y poco examinada. Es Hernán Invernizzi quien insiste en que se armaron equipos específicos integrados por profesionales capacitados para romper la estabilidad de los militantes encerrados en los diferentes penales. Entre ellos, habló de psicólogas jóvenes, de alrededor de 30 años, «coucheadas» para agradar que —por su edad— seguramente «siguen haciendo daño. Deben de ser profesionales matriculadas, que tienen gente bajo tratamiento y no es admisible por lo pronto porque son cómplices de un homicidio». Ninguno de los entrevistados para esta investigación conoció sus nombres. ¿Quiénes son? ¿Qué fue de todo ese conjunto de profesionales educados en los claustros universitarios que utilizaron el bagaje de su formación teórica para dañar la psiquis de quienes estuvieron a su merced en las prisiones?

La mayor parte de los protagonistas de las historias que se relatan en este libro vivió el tiempo de libertad con el calvario que le colgó el régimen penitenciario de la dictadura, que los echó a la calle como muestra de aquello en lo que pueden convertir a los que se rebelan.

Además de la muerte, de la desaparición, hay algo más sutil, que pareció pasar más inadvertido: la dictadura los dejó locos para que se vean. Para que el resto escarmiente y sepa el peligro que se corre. Y esa locura se extendió en el tiempo. Hasta el fin de los días. Es decir, como la desaparición de personas, la locura provocada y sostenida es también un delito de lesa humanidad: hay centenares de personas que fueron martirizadas todos los días de su vida, aun en democracia, aun fuera de la cárcel, aun viviendo en su casa, con sus familias. Para ellas la dictadura nunca acabó.

* Fragmento del libro «Historias rotas», de Silvana Melo y Claudia Rafael. Editorial Punto de Encuentro.

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