El consumo frenético del dictamen mediático sobre el debate presidencial no debe hacer perder de vista la densidad de la disputa. Milei resume y acaso facilita la tarea para delimitar la reconfiguración de las identidades políticas, mientras que el peronismo podría actualizar el antagonismo fundacional de Braden o Perón. | Por Pablo Dipierri
Bajo la esperanza de que la Argentina demuestre que tiene anticuerpos contra el ridículo y horror al vacío, Sergio Massa rindió anoche su último examen de profesionalismo frente a Javier Milei, el instrumento desafinado de un establishment curtido por el resentimiento primitivo contra el peronismo y la insaciable voracidad financiera.
La pregunta que ni las ciencias sociales ni los consultores responden con certeza sobre el arrastre que tendría el debate presidencial en los comicios del domingo próximo no tapa, sin embargo, la única evidencia: el candidato oficialista expresa seriedad y responsabilidad, mientras que su competidor es poco más que el síntoma social del delirio que une la tasa de ganancia empresaria con todas las aventuras dictatoriales de la historia local o la yugulación de la densidad ideológica de las experiencias plebeyas.
Aunque se haya dicho hasta el hartazgo que el debate presidencial no define el sufragio en estas pampas, el efecto inmediato del show televisivo fue el veredicto unánime de una victoria del tigrense sobre el libertario, cuyo impacto en las urnas traficaría la inclinación de los votantes que hasta ahora permanecían indecisos u olfateaban la posibilidad de la impugnación o el blanco.
El trámite en sí, por lo demás, funcionó como una síntesis de la campaña electoral entera. El capítulo final sería el escrutinio del balotaje.
Y en ese sentido, los deslizamientos de los actores que apostaron en este turno su capital electoral resultan bastante elocuentes. Más allá de la literatura periodística, y no es la intención de este portal rebajar el género bajo la cita de Ignacio Zuleta en Clarín –que postuló ayer que la literatura es el adjetivo y la política, el sustantivo-, lo que se ve es que Milei avanza, atormentado bajo la superstición del fraude que sus narradores vocean de antemano, hacia la planta de reciclaje de Mauricio Macri.
El análisis preciso de la información sugiere que el fundador de PRO ya retuvo lo que quería: aunque La Libertad Avanza (LLA) pierda, el calabrés se queda simbólicamente con la ascendencia suficiente para adjudicarse la jefatura del caudal que la oposición coseche en el cuarto oscuro. Y si gana, podrá jactarse de ser el diseñador del nuevo Frankestein argentino, un espejo rajado de lo que urdieran hace cuatro años entre Cristina Kirchner y Alberto Fernández.
Sin embargo, la escena de estos días acredita un elogio de la política. Porque acudiendo en este caso a favor de lo que afirma el propio Zuleta, “contra lo que se afirma tanto, no hay crisis de representación”.
Por más que se confunda con la pugna por el poder y la fidelidad –apenas programática- hacia los grupos que se identifican con ellos, los candidatos expresan con claridad intereses y demandas de sectores sociales, cada vez más fragmentarios pero todavía discernibles.
Ese razonamiento obliga a sondear la robustez de la democracia, distinguiéndola quizá del estado anímico de la militancia. Sirven para eso los artículos de Eduardo Van der Kooy en la edición del diario domiciliado en la calle Piedras que se publicó ayer y el editorial de Eduardo Alverti en su programa del sábado pasado, reformulado para la columna que se publica hoy en Página 12. Mientras que el primero se pregunta, con algo de cinismo, si efectivamente la democracia está en riesgo, el segundo advierte que la democracia, como tal y a secas, no peligra si Milei triunfa.
“La democracia argentina, sus reaseguros formales, el funcionamiento de las instituciones, o como prefiera denominárselo, han demostrado fortaleza en estos 40 años. No hablamos, por supuesto, de un ‘sistema’ ecuánime y varias veces ni siquiera reparador de las injusticias sociales, sino de su capacidad para sostenerse”, tipeó Aliverti.
La alusión de Van der Kooy no merece más atención que la coincidencia enunciativa de una inquietud. Sus fundamentos, por lo demás, tienen la consistencia gelatinosa habitual: su alegato radica en que la alarma por la democracia que atribuye a los seguidores de la Vicepresidenta escamotea que el riesgo es fruto del propio kirchnerismo.
Lo que se habilita, así, es una reflexión sobre la madurez democrática de la sociedad frente a un mundo que se empeña en sumirse en la languidez.
Pruebas para certificar ese optimismo abundan, incluso, en la oposición. Podrían cifrarse, por lo menos, dos para ilustrar que no toda la dirigencia se subordina a la locura. O no lo hace todo el tiempo.
La semana pasada, el diputado radical Mario Negri, quien embiste contra Rodolfo Tailhade por la presunta vinculación que investigan Marcelo Martínez de Giorgi y Gerardo Pollicita -un juez y un fiscal tan erráticos jurídicamente como ubicuos políticamente en sus derroteros- con el espía Ariel Zanchetta, condenó los dichos de Victoria Villarruel, compañera de fórmula de Milei, sobre el genocida Juan Daniel Amelong en particular y la dictadura en general.
El último sábado también la ex randazzista y actual macrista Florencia Casamiquela animó una peña en el predio del Sindicato de Empleados de Comercio en Berazategui, junto a unos 60 ex candidatos a intendentes, legisladores bonaerenses, concejales y consejeros escolares de Juntos por el Cambio (JxC). Entre asado y ensalada, firmaron un comunicado que llama a votar por Massa.
Casamiquela se autopercibe peronista y, en diálogo con La Patriada, consideró que “en esta elección están en juego valores prepolíticos”, asumiendo la gravedad de la situación por las barbaridades libertarias de las que debe defenderse el pueblo. “Yo me sumé al espacio de Horacio (Rodríguez Larreta) en 2021 y él decía que había que juntar el 50 por ciento para ganar y el 70 por ciento para gobernar, que es lo que ahora dice Massa”, puntualizó.
La ecuación causaba escozor al kirchnerismo en su momento. Dos años después, funge de tabla de salvación, probablemente como antibiótico frente a la inoculación de fascismo a través de las urnas.
Por lo demás, el campo de la disputa no parece proyectarse hacia un horizonte revolucionario, como tampoco sucedió hace dos décadas –amen de la romantización y el furor posteriores al 2008-. Durante el debate, el propio Massa anunció que la salida que propone es por incremental de exportaciones para pagarle al FMI y recomponer los ingresos, lo mismo que prometía el actual jefe de Estado ya el 19 de mayo de 2019 y lo que expuso como itinerario Néstor Kirchner el 25 de mayo de 2003.
En definitiva, hay cosas que no cambian pero lo más trascendente es que la lucha nunca termina. Si bien el clima que se pronostica es sensiblemente más favorable al ministro de Economía, la confiabilidad de los meteorólogos y encuestadores está en baja.
La batalla cuyo desenlace develará la cita del 19 de noviembre reconfigura, como ya se dijo en este espacio, el sistema político y las identidades que imperaron desde el estallido de la convertibilidad. Una etapa en ciernes alumbró anoche una disyuntiva que la resume, tan plagada de contradicciones como su progenitora: así como en el 46’ fue “Braden o Perón”, en 2023 será Thatcher o Massa.