Una espina en el ojo
no me la puedo sacar.
Viejas Locas
Por Leticia Martínez
Mi hija mayor me grita desde el patio. Estoy concentrada, trabajo en la computadora y no quiero ir a ver qué pasa. Dale, mamá, hay una rata. Entra a casa mi hija pequeña, con cara de fascinación. Me agarra del brazo y me mira a los ojos. Toma toda mi atención: es muy linda mami, vení. ¿Está viva?, pregunto para entender. Ella no responde y salimos juntas a ver al animal. Las tres nos agachamos en un instante de contemplación. Una especie de rito repentino y automático. Es una laucha y está muerta. Por primera vez no siento asco ni miedo (no sé si a la muerte o al animal) y me acomodo en el pasto, cerca de su cuerpito derruido.
Hace poco, una chica me preguntó si no es que estoy escribiendo muy cerca del trauma. Se refería a la muerte de mi madre. No me incomodó con su pregunta, no es fácil incomodarme. Más bien me dio la medida acerca de su forma acotada de leer. ¿Acaso no entiende que escribo ficción? Por supuesto que la muerte es un hecho concreto, real. Y tal vez mi forma de atravesarla sea repetir hasta el agotamiento: mi mamá murió. Porque la ficción crea la realidad y decido dejarme llevar por el loop agobiante de las palabras, de esas tres palabras. Podrían ser dos: mamá murió. La repetición como fuerza, como mi modo de llorar. Se escribe (se hace arte, vida) a pesar del trauma, no desde el trauma.
“Si digo agua ¿beberé? / si digo pan ¿comeré?”, escribió Alejandra Pizarnik en el poema En esta noche, en este mundo. Ella, la más audaz entre las voces, la que se animó a recorrer el miedo a pesar de las palabras. Algunas queremos recorrer los pasillos y las habitaciones oscuras. Vamos a tientas. Con los ojos abiertos en plena negritud. Con el cuerpo alerta. En el intento de encender alguna luz o encontrar brillo.
La exploración es continua e incesante. Pero ahí vamos. Toda noche puede convertirse en una noche luminosa. Creo que la poesía de Alejandra es eso. Que sus palabras iluminan como el rayo en la tormenta, aún cuando el dolor del poema se confunda con tragedia. La palabra cae como descarga eléctrica sobre la tierra seca.
Le debo muchísimo a la Pizarnik. Me sumergí en sus textos (poesía, cartas, diario) como quien busca otra cosa, algo más que retorcer la herida. Su escritura me hizo llorar, reír (creo que era muy graciosa) y pensar. Pero, sobre todo, me quitó la necesidad de entendimiento. No hace falta entender, sino más bien dejarse afectar. Me hizo estar plenamente en conexión con la vida. Las emociones, la lucidez, la naturaleza.
Por eso, ella ilumina. Pues le corre el velo a la necesidad de explicación. Hay que vivir, dejarse afectar y, con suerte y decisión, encontrar un lenguaje que permita decir lo imposible. Escribió: “nunca es eso lo que uno quiere decir / la lengua natal castra / la lengua es un órgano de conocimiento / del fracaso de todo poema / castrado por su propia lengua / que es el órgano de la re-creación / del re-conocimiento / pero no el de la re-surrección “. Encontrar un modo de nombrar(se) a pesar de la lengua, a pesar del lenguaje. Y asumir que no hay resurrección.
De algún modo, creo que todo intento de comunicación con los/as otros/as es ineficiente. No funciona. Todo lo dicho dice algo más. Me parece un verdadero problema cuando se trata de sumergirse en el poema, la literatura o en las ficciones en general. La trampa de la interpretación sobre la que habló Susan Sontag: “El verdadero arte tiene el poder de ponernos nerviosos. Al reducir la obra de arte a su contenido para luego interpretar aquello, domesticamos la obra de arte. La interpretación hace manejable y maleable al arte.”
Entonces, la obra de Alejandra nos pone nerviosas. No podemos (ni necesitamos) domesticarla, es decir no interpretarla Tal vez, leerla en loop hasta el cansancio o el aturdimiento o el feroz vacío que genera escuchar, de forma incesante “Si digo agua ¿beberé? / si digo pan ¿comeré?”. Qué queda de mí luego de la vivencia de ese poema. Qué tiembla en mí. Qué lenguaje puedo inventar para soportar el peso de los días y de las gentes con sus preguntas inefables.
Tengo un cuento, aún sin publicar, que se encuentra en un libro premiado, en el cual aparece una rata en un departamento y aturde la vida de los personajes. Recuerdo aquel invierno, de pandemia en Buenos Aires, en el que esa historia surgió. Lo único que tenía era la rata y una especie de señal de algo más que no supe qué era hasta escribirlo y corregirlo. Las motivaciones iniciales fueron la desesperación y la impotencia ante lo que se terminaba. Una pareja, una vida compartida, una ciudad, un trabajo, una geografía, una época. Quizás algo de eso o todo a la vez. La rata fue el lenguaje nuevo con el que me animé a decir aquello que no podía decir con palabras de este mundo, con mi lengua castrada.
Sentada en el pasto, con la laucha de monte, y mis hijas alrededor de ella, confío en no darle sentido al evento. Podría decir en loop: la laucha murió. Pero mis hijas cantan, para despedirla, y una tristeza repentina toma la tarde. Las palabras distintas, otras frases, vendrán cuando sea necesario. Les digo a mis hijas que voy a escribir sobre esto, digo necesito escribirlo. Ellas me miran. La más pequeña me da la mano. La más grande dice: después, mami, ahora hay que ocuparse.
Una cita de Alejandra Pizarnik
A veces me gustaría registrarme por escrito en cuerpo y alma: dar cuenta de mi respiración; de mi tos; de mi cansancio; pero de una manera alarmantemente exacta; que se me oiga respirar; toser; llorar; si pudiera llorar.
Diarios, París, agosto de 1961.
Bio
Flora Alejandra Pizarnik nació en Avellaneda, provincia de Buenos Aires, en abril de 1936. Fue poeta, ensayista y traductora. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires y también cursó estudios de pintura. Vivió en París, donde trabajó para revistas y algunas editoriales francesas. Publicó poemas y críticas en varios diarios y tradujo a Artaud, Michaux, Césaire, entre otros. Al volver a Buenos Aires, Pizarnik publicó tres de sus principales volúmenes: Los trabajos y las noches, Extracción de la piedra de locura y El infierno musical, así como su trabajo en prosa La condesa sangrienta. Recibió las becas Guggenheim y Fullbright. Se considera que sus trabajos y su poesía forman parte de los mayores exponentes de la literatura latinoamericana. Murió en Buenos Aires en septiembre de 1972. Se publicaron, de forma póstuma, Textos de Sombra y últimos poemas (1982), seguido de su primera biografía, Alejandra (1991) Más recientemente, se han publicado también sus Diarios (2013) y la mayoría de sus cartas en Nueva Correspondencia Pizarnik (2014).