Por Juan Carlos Otaño.
La mayoría de los escritores-viajeros que han llegado a la Argentina, ya sea por agradecimiento o por pura conveniencia, siempre han sido muy considerados al describir nuestros usos y costumbres, nos han prodigado hermosos florilegios y han tratado de no provocarnos alguna herida narcisista. Un ejemplo extremo de esta exótica estirpe de chupamedias había sido el poeta nicaragüense Rubén Darío, autor de un “Canto a la Argentina” quien, además, debemos recordar, era diplomático de profesión.
Pero no compartía ese carácter el cronista Manuel Gil de Oto, quien en 1910 llegando desde Madrid por casualidad, según nos dice en su libro “Gentes y cosas de América” (Barcelona, Ediciones del autor, 1930), lo hizo como se puede ir hacia un país cualquiera, “sin codicia, sin placer y sin proyectos”. Manuel Gil de Oto se llamaba en realidad Miguel Toledano de Escalante (1870-1937). Ensayista madrileño y viajero impenitente, quiso el azar que llegara a nuestra ciudad cuando ésta se descubría como una electrizante, cuasi fantasmagórica prolongación de los Grandes Bulevares de París (bastante parecidos a ellos, pero más grandes) y su llegada coincide, por lo tanto, con la Argentina de los festejos del Primer Centenario: bajo el estado de sitio, huelga general, el imperio de la Ley de Residencia e Isadora Duncan.
Aquí su pluma trabajó para una publicación cuyo director (también español) le rogaba que no escribiera en gallego, porque un excesivo exhibicionismo del idioma podría llegar a molestar. De sus experiencias recogidas en la ciudad recalcó que había llegado a congelarse entre las sábanas de hoteluchos carcomidos por la humedad, maltratado por los mozos en los cafés, patoteado por los compadritos, envenenado con yerba mate, y que no supo disfrutar del tango, ya que los ambientes donde se enseñoreaba el lumpen proletariado (aún no había llegado el tiempo de Homero Manzi ni de Mariano Mores) ofendían su condición de español educado, inclinado al trabajo.
¡Y después se jactan los liberales de que Argentina era el Granero del Mundo!
Creemos que los lectores de nuestro país ya están suficientemente maduros como para escuchar lo que no les conviene, festeja o dora la píldora… por parte de un caballero español.
Tres poemas de Manuel Gil de Oto:
El mate
El mate no es en si malo ni bueno;
como el café y el té, como el tabaco,
el mate es un veneno
que ni cura ni mata. Yo no ataco,
al hombre que sin juicio,
hace del mate su constante vicio,
que la vida sin vicios fuera sosa;
mas combatir pretendo, por dañina,
la manera asquerosa,
como se toma el mate en la Argentina.
Entrad en una casa en el momento
en que se ceba el mate. Hay reunidas
unas cuantas personas conocidas,
que esperan que entre el mate en movimiento.
Forman la reunión un viejo chocho,
una jamona desdentada y fea
un joven medio pocho,
un señor gordinflón, que gargajea,
y un tísico además. Porque no sea,
el cuadro exagerado,
supongamos que el resto está formado
por jóvenes y sanos, y hasta quiero,
dar por cosa segura,
que lavan la boca con esmero,
y cuidan con afán su dentadura.
Una vieja mucama,
que el arte de cebar ha cultivado,
saca el mate cebado
y se lo entrega servicial al ama.
Doble contra sencillo,
me atrevería a apostar que la ladina
y asquerosa mucama, en la cocina
ya su mate tomó de tapadillo.
Sale así la bombilla suavizada
con la baba primera de la sucia criada…
Pero, ¿qué es una baba, comparada
con el babeo atroz que ahora le espera?
Empieza el matear. El mate pasa
de mano de la dueña de la casa
a la del visitante que le toca,
quien da su chupetada y lo traspasa,
y la bombilla va de boca en boca,
dejando cada labio
su parte de saliva y porquería…
El pretender limpiarla fuera agravio
que a todos por igual ofendería.
La dama desdentada,
dada ya su chupada,
al viejo chocho le traspasa el mate,
quien, después de chupar
con gran trabajo,
lo cede al gordinflón, que en él abate
los restos verdinegros de un gargajo.
Al tísico le toca
chupar de la boquilla,
que él emponzoña, y que
después mancilla
el clavel que por boca
ostenta una chiquilla,
pulcra y coqueta hasta pasar
por loca. Se afirma, con razón, que esta belleza
lleva a tal exceso
su amor por la limpieza
que no se casa porque cree que un beso
es una porquería, e, insensata,
porque nació argentina,
se aviene, sin temor, a la rutina,
del mate secular, que infecta y mata.
Con poca diferencia,
que altera los detalles, no la esencia,
en todas las familias se mantiene
esta sucia costumbre, esta indecencia,
agravio del estómago y la higiene.
En las familias rancias se conserva
para tomar la yerba,
la tradición, de la que son esclavas,
de que el mate sin babas
es una cosa insustancial. Yo opino
que, por más que el criollo
afirme y diga,
es condenable el mate, y es dañino,
este gran vicio nacional, que obliga,
a amar la tradición siendo cochino.
………………………………………….
Perdóname lector la porquería
que hay en mi relación; yo no podía
pintarte unas costumbres asquerosas
haciendo poesía
y hablándote de esencias y de rosas.
Y por si hubiera algún lector severo
que, por veraz, de combatirme trate,
argumentarle quiero,
que si el cuadro es grosero,
más grosero es aún el tomar mate.
La basílica de Luján.
Gracias al arte mercader de un cura,
servido por la fe de un pueblo idiota,
modelo de estulticia y de incultura,
se levanta una iglesia, en que se explota
una superstición y una impostura.
Cada piedra del templo lleva escrito
en negros caracteres (color grato
al que tienen los fieles por Maldito),
el nombre de un donante, que insensato,
al gritar su piedad la hace delito.
En torno de la iglesia se ha formado
un pueblo de voraces campesinos,
que descuidan la azada y el arado,
ansiosos de explotar los peregrinos
que visitan el templo renombrado.
Todos unidos por el mismo ensueño
y por igual codicia envilecidos,
trataron con afán y ciego empeño
de ayudar a los Padres, que atrevidos,
hacían realidad su astuto sueño.
No está el templo acabado todavía,
(¿qué está acabado en esta
tierra?)
y ya lo absorbe todo: astuta y fría,
la basílica el pueblo hace la guerra
convirtiendo lo santo en granjería.
Acobardado el vecindario advierte,
que es inútil empeño que compita
con un rival, que es ambicioso y fuerte,
y que igual que la hiena, necesita
asegurar su vida dando muerte.
Los frailes, descocados buhoneros
de baratijas, que por plata entregan,
explotan codiciosos y embusteros,
a los pazguatos que de lejos llegan
en busca de fetiches milagreros.
Anima a estos falsarios un inmundo
deseo de medrar…¡Oh! Si volviera
de nuevo Cristo a redimir el mundo
y a estos avaros en su templo viera
a azotes los echara furibundo.
Pero fuera peor, porque villanos
los Padres simoniacos e imprudentes,
fingiéndose contritos y cristianos,
a Cristo quitarían insolentes
el látigo infamante de las manos.
Y mintiendo al azote santo aprecio,
con bellaca piedad, bien simulada,
la trocarían para el pueblo necio
en singular reliquia, venerada
para venderla por subido precio.
La burguesía bonaerense.
Huyendo de la Justicia,
o por miedo a ser soldado,
Pachín emigró de España
en la sentina de un barco.
Fue el viaje tan horroroso
y el desembarcar tan malo,
que Pachín siente temblores
todavía al recordarlo.
Y miedo le da también
el recuerdo poco grato,
de las primeras angustias
y los primeros trabajos.
No hizo oficio sin vileza,
ni oyó frase sin agravio,
no conoció pecho amigo
y el pan que comió fue amargo.
Pero todo lo sufrió
con sumisión de villano,
con estupidez de bruto
y mansedumbre de esclavo.
Hubo veces que la pena
en sus ojos cuajó en llanto,
y veces en que asomaba
la rebeldía a sus labios.
Pero las debilidades,
y los arranques gallardos
por el alma de Pachín
pasaban como relámpagos,
para arrojarle de nuevo
en vergonzosos desmayos,
para hacerle más humilde
para echarle más abajo.
Soportando hambre y miseria,
consiguió en algunos años
tener un capitalito,
que hizo centavo a centavo.
Quiso entonces su señor
darle libertad y amparo,
inclinándole a casarse,
que fue hacerle más esclavo.
Fue aquello reparación,
que hizo con astucia el amo,
pues dio honor a una mujer
que antes supo quitárselo.
El matrimonio, que a muchos
sirve de rémora y daño,
para Pachín fue una mina
de bienes y de muchachos.
Los maldicientes, que nunca
faltan, dijeron, con datos,
que los bienes y los chicos
los tuvo sin engendrarlos.
De los hijos, Pachín mismo
se siente como extrañado,
por repulsiones expresas
y por desamores tácitos.
Ellos lloran la vergüenza,
de tener un padre zafio,
y Pachín la de escuchar
constantemente en los labios
de sus hijos, alusiones
a su proceder bastardo,
a su condición plebeya
y a su éxodo de emigrado.
De gallego le motejan,
y Pachín ve en este agravio
el odio de muchos lustros,
escupido en un vocablo.
No tiene para el comercio
más instinto que el del agio,
más empeño que la usura,
ni más arte que el de Caco;
pero con esto le basta
para ganar sin trabajo,
con astucias, que hace pródigo,
dinero que esconde avaro.
Y, como la ley que al débil
tortura, al fuerte da amparo,
morirá rico y con honra
quien debió morir ahorcado.
Dadle a Pachín un origen
turco, francés o italiano;
dadle apellido alemán,
o ponedle un nombre eslavo.
Cambiad de su triste vida,
algunos hechos, dejando
siempre el nacimiento obscuro
y su prosperar no claro.
Pongamos que en vez de ser
marido sufrido y manso,
logró medrar más aprisa
por ser pendenciero y bravo.
Pensad que en vez de subir
con la astucia y el engaño
medró tiñiendo con sangre
sus riquezas y sus manos.
Urdid sin temor historias,
con infamias, sangre y fango,
de hombres que deben morir
con riqueza, pero faltos
de un hecho que les dé honra,
de fe que les dé descanso,
de hijos que le den consuelo,
de patria que les dé osario.
Y tened como seguro
que cuando hayáis historiado
las hazañas vergonzosas
de un centenar de bellacos,
sabréis de la burguesía
que aquí forman unos cuantos,
logreros enriquecidos
y Pachines endiosados.