El establishment periodístico no deja de relamerse luego de que el diputado Máximo Kirchner desestimó, con una mezcla de astucia y sinceridad unísonas, la posibilidad de que la vicepresidenta y, a la sazón, su madre, Cristina Fernández, vuelva a candidatearse para la primera magistratura. No es ninguna sorpresa que el jefe de La Cámpora teja un manto de cautela sobre las especulaciones electorales de 2023 alrededor de la ex mandataria. Con frecuencia, apela a metáforas sobre la entrega que implica el bastón de mando si se lleva con seriedad. “Quemás mucha vida”, lanzó meses atrás, acaso evocando la suerte de su padre y antecesor de la ex Presidenta en el sillón de Rivadavia, Néstor Kirchner.
Como sea, la diseñadora del Frente de Todos honró hace muchos años su comprensión histórica y tomó la decisión política que el mandato popular de cada etapa le exigía. O sea, esa definición, llegada la hora, tal vez no dependa de ella. Y sin embargo, el escenario de consolidación de expresiones neocon o, lisa y llanamente, neofascistas actualiza la inquietud acerca de no sólo cómo prevalecer en las urnas sino cómo gobernar frente a un empate hegemónico que somete al sistema político a la lógica del delirio.
En sintonía con las declaraciones del diputado, fuentes del Senado decían ayer a La Patriada que la Vicepresidenta está afectada después del atentado. ¿Cómo se encara una campaña sin garantías de que los sembradíos de odio deriven en nuevos ataques contra la eventual candidata?
Más fuerte resultó la apreciación del ex conductor del bloque del FdT en la Cámara Baja cuando sugirió que no parece un acierto que un presidente en ejercicio se someta al escrutinio de su fuerza en primarias abiertas. Con picardía, señaló la debilidad política del propio Alberto Fernández si porfiara con la intención de medirse en las PASO, como uno más.
Y si bien consideró que el peronismo no tiene candidatos, también esa apreciación constituye para los kirchneristas fervorosos la habilitación indirecta o el password subrepticio para un operativo clamor por el nombre de su principal dirigenta al topo de la boleta.
No obstante, la Vicepresidenta es la última líder política moderna en Argentina, con apego a la racionalidad de los discursos y las prácticas dentro de los límites de la democracia liberal. Asediada por distopías terraplanistas y ofertas ideológicas ondemand para suscriptores zombies, no pierde la fe en la representación social desde los cargos electivos y piensa el terreno de la disputa bajo los paradigmas clásicos de un programa de gobierno para un país que elige su destino en las urnas.
Su némesis es Mauricio Macri, que fue creado en las probetas del marketing de principios de siglo combinando su ADN empresario con la cultura de la aversión y el desprecio. Criado por un padre maltratador que lo motejaba de bobo, es probable que el hijo zonzo terminara convirtiéndose en el representante maldito de una clase que no reconoce otra identidad que la de las planillas de Excel en sus balances. Así, se asiste a la paradoja de que el fundador de PRO ahora se pavonea presentando un libro que es, en sí mismo, la pregunta por un programa de gobierno: ¿Para qué?
La ex Presidenta y su sucesor en el cargo son, de esta manera, los instrumentos más acabados de los dos proyectos de país en pugna. Aunque ninguno junte sufragios suficientes para los comicios, son los que más miden al interior de sus coaliciones. Y aunque ninguno de los dos pueda gobernar el día después de imponerse en un ballotage, ambos se miran al espejo de Lula Da Silva y Jair Bolsonaro, respectivamente.
En semejante escenario, ni una ni otro quieren ser candidatos pero, al mismo tiempo saben, que no es cuestión de sus deseos: desde veredas opuestas, palpitan hondamente que cada uno de ellos encarna un papel histórico.
Distinta es la situación del ministro de Economía, Sergio Massa, o el propio Jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta. Con la Casa Rosada entre ceja y ceja, tal vez solo haya muecas para ellos. La obsesión redunda a menudo en grandes frustraciones.
Como ellos, una pléyade de opositores desinhibidos, que van desde Patricia Bullrich y Javier Milei hasta Facundo Manes, y oficialistas por conchabo pero antagonistas por esteticismo, como Claudio Lozano, sacan número para embocarle la arandela al peluche en la kermés de las candidaturas. Tal vez quieran ser presidentes pero es dudoso que puedan.
El fantasma de Héctor Cámpora y sus 49 días de gestión han quedado empequeñecidos por la desangelada experiencia de Fernández. Entre El presidente que no fue, el notable libro de Miguel Bonasso sobre aquel interregno de ilusiones peronistas, y El presidente que no quiso ser, la provocadora crónica dedicada al actual Jefe de Estado por la periodista Silvia Mercado, quizá pueda fabricarse una genealogía sobre el poder o una pedagogía sobre cómo ser lo que se quiere cuando no se puede y cómo poder ser lo que se debe aunque no se quiera.
La publicación de Mercado se mofa de cabo a rabo de Fernández: postula que le ofrecieron dinero para que asuma la responsabilidad de sentarse en la boca del volcán y registra su errática rutina, el pavote entretenimiento tuitero a deshoras y su tendencia a la distracción en lugar de la concentración en la administración. Dicho de otro modo, esa pieza es una bomba para la demolición final de la política y un daño difícil de revertir para el peronismo en el corto y mediano plazo.
En el after hour de su vida, Héctor Magnetto. La Presidencia se convirtió en un puesto menor.