Por Juan Carlos Otaño
Un gato no espera nada de la gente. Habita, inclusive, un mundo paralelo al nuestro; un mundo cuya base de sustentación es tan tenue, que lo obliga a desplazarse por lo alto de las cornisas, a evolucionar permanentemente desafiando el equilibrio, a elegirse unos mínimos puntos de sustentación en lugares donde el hombre sedentario, aquejado de reuma en las articulaciones, irremediablemente caería…
Cuando el encuentro entre estas dos potencias físicas tiene lugar en el cuarto de un escritor, el hombre de letras, sosteniendo una pluma en la mano, persigue al gato: le atiende, le mima, le cura, le llora, le ruega, le confiesa sus penas, sus esperanzas, le pone un poco de bofe en un platito, le pone agua en un bol y concluye finalmente por elogiar la independencia del gato.(Esto es lo que ellos suponen):
“No señor, los gatos no son como los perros, que se babean, se hacen encima, se balancean desconsideradamente sobre nosotros como bolsas de papa, nos cubren con sus excrementos y ensucian nuestras camisas — además de que nos pasan la lengua por la boca”.
¿Será entonces, como afirman sus defensores, un Señor, el gato? ¿O será, como argumentan sus enemigos, el mismísimo hijo del Demonio?
Porque también aquí existe una “grieta”, que es profunda e insalvable… Mientras Alphonse Allais pintaba con sulfato de bario el gato de su vecina — para volverlo fosforescente en la noche y así matarla de un susto — Lovecraft afirmaba que “los perros son patanes y mascotas de los patanes; los gatos caballeros y mascotas de los caballeros”. Hasta tal punto extremaba su respeto hacia los gatos, que teniendo al suyo sentado en su regazo Lovecraft prefería quedarse toda la noche sin dormir y en la misma posición, con tal de no molestar al gato.
En cambio, Ambrose Bierce escribía en su Diccionario del Diablo: “GATO: Autómata blando e indestructible que nos da la naturaleza para que lo pateemos cuando las cosas andan mal en el círculo doméstico”. Poe, que sin embargo los quería, tampoco contribuyó a fomentar su buena fama cuando escribió El gato negro.
Pero otros fueron gentiles con ellos. Y Lewis Carroll, el autor de Alicia en el país de las maravillas, corría siempre en su auxilio (se sabe que los gatos, debido a su excesiva curiosidad, a veces suelen meterse en problemas). Así nos dice su biógrafo Stuart Dodgson Collinwood: “Un día vio un gatito con un anzuelo clavado en un hocico… Llevó el gatito al despacho de un médico de fama… Felizmente la extracción no presentó ninguna dificultad. Lewis Carroll sostuvo al gatito y supongo que el médico pudo cizallar la lengüeta del anzuelo, de manera que el gancho saliera con facilidad… El médico rehusó percibir sus honorarios, y Lewis Carroll volvió a llevar el gatito allí donde lo había encontrado”.
Lewis Carroll, quien además era matemático, planteaba en sus tratados problemas de esta naturaleza: “Si un gato mata un ratón por minuto, ¿cuánto tiempo tardará en matar 600.000 ratones?”
Su contemporáneo, el humorista Edward Lear, escribió este epitafio para su gato Foss (la tumba del minino se encuentra en el jardín de la finca italiana de “Villa Tennyson”): “Aquí abajo se halla sepultado mi buen gato Foss. Estuvo en mi casa 30 años y murió el 26 de julio de 1887 a la edad de 31 años” (en realidad, su verdadera edad, al morir, era de 17 o 18 años). “Lear había imaginado para él y su gato”, nos dice Robert Benayoun (*), “una especie de Edén llamado Jumsibobjigglequack, caracterizado por la falta total de ángeles y volátiles, y por un silencio absoluto”.
Milosz recorría las calles de París dándoles de comer a los gatos. No sólo por su amor hacia ellos, sino porque también amaba a los pájaros. Le decía a un amigo: “Los parisinos no se imaginan al grave peligro a que los exponen. Yo te digo que si no fuera por mí, estas pequeñas bestias que desfallecen literalmente de hambre se los comerían a todos, hasta el último”. Consideraba que su misión en la vida era salvar a los pájaros, pero sin descuidar a los gatos.
Otro gran proveedor de estas criaturas semi domésticas, semi salvajes, era el visionario Charles Fourier (1772-1837), quien repartía sus simpatías entre las flores y los gatos. Cuenta su abogado y biógrafo Ducoin, que “Fourier se llenaba los bolsillos con las sobras de sobremesa e iba al patio de la casa vecina donde todos los gatos del barrio respondían con diligencia a la llegada de esta nueva providencia, subían del fondo de los sótanos y se precipitaban desde lo alto de los techos a la voz del ingenioso inventor de la atracción pasional. Fourier sentía horror por las orugas y las arañas y una verdadera adoración por los gatos y las flores. Se decía que habitualmente no tenía en su habitación más que un sendero libre para ir de la puerta a la ventana; por allí corrían los gatos; el resto estaba ocupado por sus macetas y flores”.
Dicho lo cual, y sin jamás olvidarnos, se da también el caso de los gatos baudelerianos (afición por los gatos y los perfumes orientales). Haciendo camino, Théophile Gautier nos los presenta de esta manera:
“Puesto que me siento en vena de contar los gustos personales y menudas rarezas del poeta, quiero recordar aquí que Baudelaire era un enamorado de los gatos, tan amigos como él de los perfumes, y en quienes el olor de valeriana provoca una especie de éxtasis epiléptico”. (Théophile Gautier, febr. 1868).
Nombres de gatos de escritores.
Jorge Luis Borges: Odin; Beppo.
Charlotte y Emily Brontë: Tiger.
Lord Byron: Beppo.
Albert Camus: Étranger.
Carel Capek: Pudlenca I, II, II.
Thomas Carlyle: Columbine.
Colette: Franchette; Kapok; Kiki-la-Doucette; La Chatte; La Chatte Dernière; Le Touteu; Muscat; Petiteu; Pinchette; Toune; Zwerg.
Julio Cortázar: Flanelle; Theodor Adorno.
François-René de Chateaubriand: Micetto.
Philip Dick: Willis.
Charles Dickens: Bob; Master`s Kat; Williams; Williamina.
Alexandre Dumas: Le Docteur; Mysouff.
Anna Frank: Boche; Tommy.
Théophile Gautier: Childebrand; Don Pierrot de Navarre; Eponine; Gavroche; Madame Théophile; Séraphita; Zizi.
Thomas Hardy: Cobby.
Ernest Hemingway: Alley Cat; Boise; Crazy Christian; Dillinger; Ecstasy; F. Puss; Fats; Friendless Brother; Fur House; Mr. Feather Puss; Pilar; Skunk; Thruster; White-Head; Willy.
Hermann Hesse: Lowe.
Victor Hugo: Chanoine; Gavroche.
Samuel Johnson: Hodge; Lilly.
John Lennon: Elvis.
H.P. Lovecraft: Nigger Man.
Michel de Montaigne: Madame Vanité.
Olga Orozco: Berenice.
Edgar Allan Poe: Catarina; Pluto.
Gabriel Rossetti: Zoë.
Walter Scott: Hinse.
Luis Alberto Spinetta: Casio.
Robert Suthey: Hurlyburlybuss; Lord Nelson; Madame Bianchi; Madame Catalini; Othello; Ovid; Pulcheria; Rumpel; Rumpelstilzchen; Sir Thomas Dido; Vigil; The Zombie.
William Thackeray: Louisa.
Mark Twain: Apollinaris; Beelzebub; Blatherskite; Satan; Sour Masha; Tammany; Zoroaster.
Horace Walpole: Fatima; Harold; Patapan; Selima; Zara.
H.G. Wells: Mr. Peter Wells.
(*) Robert Benayoun, Les dingues du nonsense, París, 1986.