Dic 07 2024
Dic 07 2024

UN CORAZÓN BLANCO

Publicado el

Texto y fotos Flor Cosin

Corro a un costado de la mesa los libros. Más tarde levantó los platos, paso un trapo húmedo por la madera y sirvo café.

Un rato después, sobre la misma mesa, el agua caliente moja la yerba y como la palabra, el agua calma la sed.

Pero, ¿qué es una mesa, qué ritos la rodean?

Aquella tabla lisa, de madera pulida y ancha, donde se reúne la familia y en donde la familia entera se alimenta. Los platos llenos una y otra vez, el pan y el vino.

El abuelo llena el vaso con tinto y soda. Sorbe haciendo ruido, sentado en la cabecera de una mesa que no es otra cosa que la infancia. Sobre la misma madera la abuela amasa fideos caseros los domingos. Abre el bollo leudado, lo estira con las dos manos hasta que logra una masa finita y amarilla que envuelve sobre sí misma, la corta con un cuchillo. Unas horas después nos sentamos a comer sobre el mantel que tiene rayas rojas, primos, tíos y hermanos.

Sentados alrededor de la mesa

entramos en la boca blanca

del tiempo.

Los domingos al mediodía

La abuela amasa fideos caseros

el comedor se cubre de harina

mientras el abuelo lustra

el tablero de timbres y el único

espejo que hay en la entrada del edificio.

Es tan largo, podría caber ahí

toda nuestra familia.

Imagino una foto de todos nosotros

parados frente al espejo.

Los que murieron hace mucho tiempo

-como el abuelo, el tío Nolberto- 

tienen la cara, las manos blancas 

y lentamente, desaparecen.

 

Cuando nos fuimos a vivir al departamento de la calle Maza, mamá regaló la mesa que teníamos porque no entraban todos los muebles. Armó el living con el juego de sillones y se deshizo también de la biblioteca que yo había pedido para mi cumpleaños. La abuela había muerto hacía poco y con ella había muerto toda mesa de familia.

En las casas en las que viví sola, nunca tuve una mesa. En realidad tenía una ratona, cuadrada, que compré en el tigre con dos bibliotecas de pino con mi primer aguinaldo. Durante todos ésos años me senté a comer en el piso, cruzada de piernas.

Algunos años después, un sábado antes del mediodía pasé por un negocio de usados. En una pila de muebles vi una mesa boca abajo. Sus patas tocaban el cielo raso del local. Era de madera recién lustrada. Hice cuentas, y decidí que por fin merecía tener una mesa propia. La pagué y la pinté de blanco. Tenía dos sillas pero cuando volví a cobrar compré las que faltaban. Quería recibir visitas. La puse pegada a la ventana del living comedor, a un paso de la cocina. A medida que pasaban los días los bordes se llenaron de libros y papeles de trabajo. En esa mesa volvía al ejercicio de escribir.

Me mudé con Juan y su hija, Zoe, a una casa más grande: un PH con puertas altas y antiguas. Armamos una familia. Duplicamos las bibliotecas y la mesa pasó a ser mi escritorio en la habitación más chiquita de la casa, la que está subiendo las escaleras.

Cuando nació Eva re ordenamos los muebles. Zoe, que ya entraba en la adolescencia, pasó a dormir en la pieza chiquita, que yo usaba de escritorio y la mesa blanca volvió al comedor. Un poco gastada, con rayones de tinta de los primeros dibujos de Eva y algunas marcas de vino la mesa volvió a ser el centro de reunión de la familia.

¿Pero qué diferencia hay entre las pastas caseras que hacía la abuela y la carne que servimos los domingos? ¿Entre el vaso de flores que está en el centro de la mesa y los libros que circulan alrededor?¿No son los libros nuestro mayor alimento?

Abrir a la mitad un pedazo de pan,

una verdad simple: un corazón blanco.

Después de muchos años

las migas sobre la mesa

son la prueba

de que nos sentamos 

juntos a comer.

 

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