Texto y fotos Flor Cosin
Me toca dar clases en el aula del fondo, la que está pegada a la cocina, pasando los baños y el espacio de biblioteca.
Hace veinte años, lo recuerdo nítidamente, mi padre daba clases en el aula de adelante. La escuela está casi igual que entonces. Es una casa chorizo. Tiene un patio con piso damero y dos piezas pequeñas. Él daba clases de fotoperiodismo. En esa aula fui su alumna. Entonces yo tenía 19. La fotografía me llamaba. ¿O era yo la que llamaba a mi padre? Casi no lo conocía.
Afuera oscurece. La escuela está en la calle Venezuela 1433. Hay un movimiento sórdido en esta parte de la ciudad, casonas antiguas y calles angostas. A esta hora del día los locales van bajando las cortinas y el movimiento frenético de las primeras horas desaparece.
Frente al aula hay una pequeña mesada con termos, yerba y café. Cuando los alumnos de la otra materia hacen su recreo conversan ahí. Si estamos en clase bajan la voz. El aula tiene a su alrededor un murmullo permanente, algo que la rodea y que también la sostiene. En el fondo hay una figura humana negra, de cartón montada, a escala real. A veces se cae sobre la mesa, el alumno que está más cerca la levanta y la vuelve a poner en su lugar.
Pareciera que ahora yo también puedo poner las cosas en su lugar. Como si pudiera volver el tiempo atrás y volver a elegir. Como si estuviera parada a espaldas de mi padre, aunque hayan pasado veinte años desde el momento en el que él daba clases en el aula de adelante. Entonces yo estudiaba fotografía, pero en realidad quería escribir.
Para oriente la espalda representa el pasado, los dolores no sanados. Doy clases con vehemencia. Mis alumnos preguntan ¿Siempre es así?
Doy un taller de escritura. Intento mostrar un camino, cómo entrar en la lengua, con qué voz, con qué recursos. Soy toda yo hablando del poema, el ritmo, la cadencia.

Mientras mis alumnos escriben alrededor de la mesa por la que circulan libros y tazas de café, yo escribo con ellos. Tiramos una piedra hacia el pasado, partiendo del libro de Brainard, escribimos nuestros propios Me acuerdo ¿Podrá la misma piedra lanzarse hacia adelante? Esas pequeñas anécdotas que recordamos, una detrás de otra, vienen a la memoria en el acto de la escritura como si contáramos las perlas de un mismo collar, un rosario o un japa mala. Esos recuerdos que se vuelven nítidos a través de la narración, algunas veces, pueden funcionar como una predicción. Esconden una clave para entender las cosas que nos pasaron. ¿Quiénes somos cada uno de nosotros, todos nosotros? ¿Quiénes deseamos ser? Los que estamos sentados alrededor de esta mesa, motivados por la fuerza de la imagen. El deseo puesto en la mirada, queremos estar detrás de la cámara para contar el mundo. Estamos en A.R.G.R.A, la querida escuela de fotoperiodismo, sin embargo en esta clase nos reúne la palabra.
Esta tarde cuando llegué me di cuenta que la figura de cartón no estaba. Nadie notó su ausencia, pero al fondo hay un poco más de espacio para los que llegaron tarde. Los que vinieron de trabajar se pudieron acomodar sin interrumpir la lectura del poema que leí para empezar.
Di clases toda la semana. Empiezo a sentir la garganta áspera, pero es una la voz que nombra. A pesar del cansancio, algo adentro se vuelve liviano, distinto.
Ahora que recupero la palabra, ahora que mis alumnos escriben sobre sus propias fotografías, sobre sus padres, su familia. Ahora que mi hija ya está en la cama; como Herzog digo a los míos: “Abran las ventanas, desde hace unos días puedo volar.”