por Carlos Ibarrola.
El rey Alfonso Henriques de Portugal, en lucha contra los sarracenos, vio aparecer frente a sus ojos a Cristo. «Aquí no, señor, si yo creo en ti. Ve a aparecerte ante los infieles».
Entre rotos y quebrados, avanzamos. O el tiempo avanza, inexorable, y nosotros con él. “Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando”, recuerda un amigo. En este juego de posiciones relativas y desesperadas, los rotos serían ellos. Crueles digitales, risitas sobre el llanto ajeno, fisuras del corazón, dan rabia y vergüenza a la vez, y hasta pena, pero causan dolor y eso se impone, eso es lo primero. Son rotos que no están sanando, son rotos que rompen, en una revancha horizontal y hacia abajo. Al menos por ahora, nada de aquel resentimiento hacia arriba del que hablaba la última Eva Perón. Y no es solo la economía, no vienen únicamente por las joyas de la abuela, van también por su recuerdo, con un odio afirmativo, “positivo”. Un odio orgulloso y desfachatado.
Entonces, ellos serían los rotos, pero nosotros podríamos no ser los quebrados. Insisto: podríamos no serlo. En esa posibilidad de no-ser se juega mucho, porque ser los quebrados es otra forma de eventualmente ser los rotos.
Ahora que se deshilacha, que se vuelve leve, sentimos el peso de la historia y es demasiado para cualquiera. Desde el más despierto al más dormido, sabemos o sospechamos que algo está astillado, que la fisura es profunda, que llega hasta la pulpa de nuestras cosas. Y ante la incertidumbre siempre es tentador abrazar la época, dejar de resistirse para dejarse seducir. El viejo “donde fueres, haz lo que vieres”. ¿Pero qué es lo que vemos? ¿Y adónde es que fuimos?
Con cada día que pasa, con cada fragmento del Estado que se parte o se desinfla, el triunfo de La Libertad Avanza (LLA) parece entenderse mejor. No del todo, pero sí mejor. Ayuda la ratificación a plena luz del día de que una parte generosa del país no solo es indiferente al dolor del prójimo, sino que disfruta del espectáculo, del castigo, del lonjazo en la espalda.
¿Pero que no estuvo siempre esa Argentina sado? ¿O de qué otra cosa habla nuestro arte? Sin dudas, estuvo y lo estará, pero no con tanta frecuencia se muestra en público con autoestima alta ni se traduce electoralmente y cristaliza en un gobierno celebratorio del chicotazo. Más que una señal de hipocresía, aquello que se ve obligado a permanecer en las sombras habla de una cierta relación de fuerzas. Lo excepcional, por caso, no es la existencia de un sujeto como Manuel Adorni, es su rol como funcionario.
(Un apunte: urge distinguir lo habitual de lo novedoso. Hallar un punto de equilibrio entre los extremos de quienes repiten que esto ya pasó, que bien lo dijo el General, lo hizo Néstor y lo profundizó Cristina, y que así las experiencias del pasado casi que han agotado las configuraciones de lo posible; y quienes, careciendo de todo contexto, ven revoluciones en cada app o, en busca de un ascenso que consideran demorado, proponen tirar por la ventana a los que levantaron las paredes de la casa con el sofisticado argumento de que “ya fue”).
La Argentina que proyecta LLA es como la metáfora de la cubeta de cangrejos: unos cangrejos trepan sobre otros, pero a su vez esos otros los sujetan con sus pinzas y cuando los hacen caer, intentan trepar sobre ellos, y así ninguno puede salir de la cubeta y a eso hoy le llaman libertad. Porque a pesar del fandom del Pentateuco, los que gobiernan son el reverso de Moisés: si no ven la tierra prometida, nadie la verá. Les gusta el sacrificio, pero el del otro. No son Moisés, son una reencarnación del Faraón.
Es que antes del mileismo ya existían los mileistas. Podría decirse que los mileistas crearon a Javier Milei. Borges hablaría de “los precursores de Kafka”. Células dormidas, vieron el llamado, el estímulo, y acudieron. La época los rehidrató. Milei recogió el fruto maduro y medio pasado, no lo sembró. Llegó para la cosecha y en ese momento es que fue el cosechador.
La victoria de LLA también se explica mejor porque la oposición, en su línea gruesa, en varias de sus expresiones y con parte de su quehacer cotidiano, aporta mucho material en cuanto a razones. “Un corazón no se endurece porque sí” y una sociedad no hace presidente a Milei porque sí, sobre todo si ya antes había elegido a Mauricio Macri. No son culpas, son variables y trayectorias. Culpables somos todos. De eso se trata la democracia. En un escenario como este, sentirse particularmente culpable es un gesto de falsa modestia. En cuanto a las responsabilidades, que sí las hay y diferenciables, existe en este preciso momento una interna en Narnia.
Lo de la oposición trastabillando –y no se sabe hasta cuándo– sobre el piso tembloroso del ring demuestra que el triunfo de Milei quizás haya sido una recompensa exagerada, una desafortunada carambola, pero que la sortija estaba ahí para quien supiera estirarse y aprovechar las facilidades de una democracia agarrada con alfileres. Muchos derechos, pero no tantas realidades efectivas. Golpe tras golpe en los cimientos durante 40 años y justo le tocó al presilumpen llevarse la bolsa, pero así funciona la probabilidad, como bien lo saben las viejitas que sofocan asientos frente a las máquinas tragamonedas, esperando a que les llegue el beneficio del algoritmo.
Cuando no hace cosas de alta enajenación como aumentarse el sueldo, un sector significativo de la dirigencia realmente existente parece enfocada en resolver sus dilemas del pasado inmediato. Está en su derecho, pero es el derecho de una minoría. Una controversia de reunión de consorcio: intensa pero restringida, con el palier como ágora. Cuando eventualmente unos salgan victoriosos del contrapunto y se alcen con la verdad histórica, nadie entenderá de qué hablan. Más allá de las intenciones, una interna sin traducción pública es una disputa de poder.
El resultado hoy –eso: hoy– es que aquello que cuando sucedió parecía imposible, y ciertamente lo era, una vez ocurrido fue ganando rasgos de inevitable. La política es performática, sobre todo hacia atrás. Hacia adelante, Milei continúa siendo impredecible, pero con el retrovisor se vuelve más claro, trazable. En devolver al mileismo a su condición originaria de imposible podría haber una clave. Que vuelva a ser lo intolerable, el límite, el exabrupto. Cuanto más entendible y, en consecuencia, inevitable parezca lo ocurrido, más lo será. Si eso se ratifica, se vuelve sentido común, entonces sí seremos los quebrados y más temprano que tarde le clavaremos a alguien la pinza del cangrejo por la espalda. Estaremos dentro de la cubeta, donde no hay solidaridad y, por ende, tampoco cordura.
Mientras tanto, fingimos, porque “sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando”. Fingimos, pero no demencia; fingimos democracia, como antes, según surge de la evidencia disponible, parece que fingimos representación. Estamos en un capítulo de Black Mirror hecho a las apuradas. El guion es demasiado burdo, como un tipo que gana haciendo campaña a los gritos y con una motosierra. Quién podría creerlo, ¿no?
Y si bien es verdad que no hay una mayoría social mileista, sí lo es que estamos en la Argentina que votó tres veces y que, con las cartas sobre la mesa, eligió lo que eligió. Esa es la certeza inicial. Y lo será hasta que la misma sociedad que decidió esto decida otra cosa, aunque –gran advertencia– no necesariamente lo contrario.
Lo que sea que vaya a suceder en el electrocardiograma de la política vernácula no es una prerrogativa exclusiva de la dirigencia, no es un juego de ciencia desplegado sobre su escritorio. ¿Entonces qué? Seamos serios: ni idea, obvio. Quizás, se trate de estar disponibles. Alistados para los eventuales acontecimientos. Hacer todo lo que haya que hacer, pero entendiendo que hay algo que excede, que ya no se puede conducir desde la botonera. En todo caso, intentar leer la época, no verla pasar con enojo. Los grandes dirigentes de la democracia lo supieron hacer. Otros, como Milei, trabajan con los materiales de la cubeta: las miserias, las frustraciones, los rencores.
Lidiar con lo que no se puede provocar ni manejar, con lo que acontece, es sin dudas un problema, pero también es una posibilidad. Quedó demostrado: la “gente” vota lo que se le canta. La representación se está rediscutiendo y la negociación no viene siendo favorable, pero sigue abierta. Pueden, de repente, pasar cosas como la marcha federal universitaria, una movilización histórica, una manifestación principista en un tiempo de cinismo y crueldad. Cartelitos idealistas vs. memes sin corazón.
Eso sí: la mesa ya no parece tener cabeceras ni lugares preestablecidos. En tiempos de crisis política, la mesa se vuele redonda.