La elección presidencial no está resuelta, aunque Javier Milei goce del embellecimiento mediático que deriva por el influjo del vencedor. Contra su figura y el resplandor fetichista esculpido por una sociedad agotada hasta de la observación, el ministro de Economía y competidor en nombre del oficialismo, Sergio Massa, emula a una suerte de Don Quijote sosteniendo su aventura a pesar del desánimo que siembran, incluso, los que propiciaron su candidatura desde el kirchnerismo.
Por más extraño que parezca, diversos sectores de la coalición gubernamental se empeñan en repetir los errores de 2015, cuando Daniel Scioli perdió en ballotage con Mauricio Macri por indesmentible falta de apoyo de la fracción más dinámica del por entonces Frente Para la Victoria. “Yo vi cómo desfilaban los legisladores delante de Cristina (Fernández de Kirchner) y, cuando ella preguntaba por qué creían que se había perdido la elección, le respondían que se había perdido por el candidato”, contó un militante que supo ser asesor parlamentario de un encumbrado despacho en el Congreso.
La anécdota refiere a la soledad con la que Massa emprende su epopeya. En diferentes tribus, circula una paradójica pero auspiciosa conjetura para la suerte del tigrense: cuesta creer que el líder del Frente Renovador haya aceptado poner la cara para una derrota catastrófica.
Como si fijaran los cimientos para que la arquitectura discursiva que imputa carácter de “casta” a los principales dirigentes peronistas, la reticencia de la conducción estratégica de un movimiento desvencijado para proceder con inyecciones anímicas con el objetivo de que crezca la agitación del nombre de Massa hasta que cale en el electorado condena a la angustia y la desposesión a los mismos sectores populares que, jactanciosamente, dicen que representan. Los guardianes de una capilaridad territorial que no acreditan, al parecer, dudan sobre los atributos del candidato y miden la cantidad de barro en su calzado, cuyo saldo sería siempre insuficiente.
Aunque poco importen las cualidades y, todavía menos, las biografías de los soldados, huelga una pedagogía de las organizaciones populares sobre el resto de la sociedad: las citas con las urnas son el revestimiento cívico de una lucha política interminable. Así, el sufragio se ejerce con los dientes apretados y el sobre y la boleta se empuñan como una faca.
En consecuencia, Massa no es otra cosa que una herramienta, concebida como punto de acumulación o palanca para detener el avance de la amenaza más grande contra el país después de los acontecimientos que desembocaron en el golpe militar de 1976.
Por eso, los cuestionamientos acerca de su procedencia, el registro de sus traiciones y su apego al libreto liberal que, junto a la propia Vicepresidenta, le reprochaban no hace mucho al mismísimo Martín Guzmán carecen de sentido. Lo único que vale la pena evaluar, en este contexto crucial para un ensamble de formaciones partidarias untadas con plasticola, es la disposición táctica de cada elemento.
Tal como el personaje de Bert Cooper alecciona al joven buchón de Pete Campbell en Mad Men, cuando pretende deschavar a Don Drapper sobre la identidad oculta que lo convertiría en desertor de la Guerra de Corea, “un hombre es el lugar que ocupa”. Y toda victoria se construye, en cualquier campo en disputa, sobre la fuerza y gravitación en un territorio. Lo demás es, apenas, ornamentación para timbear el destino de una nación.