La susceptibilidad está a la orden del día. El histrionismo envuelve las penas, las alegrías, los velorios y los orgasmos.
¿Cómo pensar la política en una era en donde el saber se encuentra ocupando un lugar de ofensa y no de identificación? ¿Cómo pensar la política en una era en donde “para saber basta creer en vos mismo” o “encontrarlo en tus propias entrañas, en lo más hondo de tu ser”?
Debatir “es una situación violenta porque puede haber opiniones distintas”; argumentar “es ofensivo. Seguro querés demostrar que sos más que el otro y que el otro es un boludo porque piensa distinto”. La caída en descrédito de la verdad por un sustituto posmo de la verdad propia hace cualquier relación interpersonal (también la práctica política, por ende) un juego de encastres en que no sólo no cuajan nunca – eso ya lo sabemos – sino que no pretenden hacerlo. Por lo que todo el juego se convierte en una parodia de sí mismo.
Sobrevivir en una comunidad de ofendidos son los tiempos que nos tocan. No es ni una excepción ni un patología, tampoco un espíritu de época. Es un efecto de determinas relaciones sociales que se inscriben en esta coyuntura y que producen sujetos neoliberales. Y pensar la producción de subjetividad en relación a los regímenes del capital nos obliga a ubicar al Neo-liberalismo (si es que todavía podemos darle este nombre) como una tendencialidad que no puede suscribirse a un conjunto de dogmas o sistemas de ideas. El neoliberalismo produce determinadas subjetividades cuyas características se afianzan en torno a la ambivalencia entre la angustia y el desenfreno. La angustia, en todas sus formas: la desidia, la depresión, la tristeza. Haciendo intervalo con el exabrupto, lo exagerado, la saturación.
La ofensa aparece como la marca más palpable de un modo de constitución subjetiva en donde el eje de estructuración no sólo ha sido la exacerbación del yo y la “inflación” del ego, (esto sucede en toda la Pos-Modernidad) sino que esta exacerbación se combina con una caída de los puntos de fijación de sentido social y la caída de la autoridad. Así, a la ocupación de los lugares de autoridad de manera devaluada, le sigue una consecuente desresponsabilización en esta ocupación y la puesta en escena de una falsa igualdad en las relaciones que establece. Hoy en día no hay que hurgar demasiado para encontrar en lugares de autoridad que: “somos como vos”, “aprendemos haciendo”, “nos equivocamos como todos”, etc.
Y cuidado, la imposibilidad de ocupar plenamente los lugares de autoridad va desde los lugares de poder “canónicos” e institucionales hasta los de las relaciones familiares. Los padres preguntándoles a sus hijos “si quieren ir al colegio” o “si les parece ponerse la campera con 10 grados bajo cero” son ejemplos del mismo corte.
Es mucho más amistosa la imagen del bobo que no amenaza la seguridad endeble de la estructura egocéntrica que la imagen del sabio capaz de poner en jaque las estructuras de pensamiento. Como respuesta a esto, no opera el diálogo o el debate, sino la ofensa basada en un falso pluralismo que se erige, a su vez, en torno a una falsa estructura de que todo lo vale si se lo siente o de que todos los pensamientos son igualmente válidos. Con este criterio sin ética se podría hasta justificar al nazismo.
Como si todo esto fuera poco, la emergencia de la violencia también puede entonces leerse como un síntoma de la subjetividad ofendida. Como el recurso “válido” – y esto es lo escandaloso –para quien es ofendido por los otros en tanto que afectan su “propio ser”.
La emergencia de la violencia neo-fascista y machista de los últimos tiempos es, en al menos una de sus aristas, producto del ocaso de un régimen simbólico e imaginario capaz de producir las ficciones necesarias para que la autoridad aparezca como un lugar sin fisuras. Tanto como para producir las sujeciones como lugares de atadura a la norma, como para producir las subjetivaciones, como lugares de producción de sujetos. En este punto, la subjetividad que se produce en el neoliberalismo no sólo supone que “no se quiere ser jefe” sino que para serlo se debe necesariamente aparentar no serlo (Por supuesto: siempre y cuando se mantengan en línea la extracción de la plusvalía correspondiente y la reducción de la mayor cantidad de derechos laborales. Sin dejar de ser “un copado”).
La respuesta a esto es la emergencia de diversas formas de violencia como síntoma de la erosión de la capacidad del lenguaje para establecer relaciones de verdad y el ocaso de la figura del Padre (en términos lacanianos). “La violencia de los ofendidos” no es otra que la que signa la impotencia. Así como la caída de la virilidad supone la brutalidad del macho. Cuando se establece que no todo es válido es cuando precisamente opera el golpe al ego de la subjetividad ofendida, cuando se cae la evidencia de que literalmente cualquier cosa no puede ser dicha.
Entonces, se aniquilan puntos de sentido sociales en donde se podían establecer parámetros de verosimilitud que contemplen la heterogeneidad, para pasar hacia un brote de pluralismo barato y a su reverso: un odio hacia todo lo otro. Un odio hacia todo otro que con su sola existencia demuestra que la falsa tolerancia y que el falso pluralismo se sostiene bajo la estructura de lo mismo. Porque otro que vive, que emerge, que existe en cuanto es otro: merece ser aniquilado.
Lo terriblemente peligroso es que la violencia del ofendido se justifica y el pluralismo se erige como lo políticamente correcto.
La apuesta por una política de la igualdad que sostenga la capacidad de todos para inteligir (inteligir también supone distinguir prácticas y pensamientos) es lo que nos acercará a la construcción de un futuro común que albergue lo heterogéneo. Porque a fin de cuentas, no todo puede dar lo mismo.
*Docente e investigadora en Comunicación (Instituto Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, UBA)
- Ilustración: Marcos Figueroa