Silvia Schwarzböck, en Los espantos: estética y postdictadura, nos permite un primer acercamiento a la dicotomía izquierda y derecha. El proyecto de la dictadura triunfó, no sólo el aniquilamiento de una generación de militantes de izquierda, sino un modelo económico cuyos efectos materiales y simbólicos pueden ser resumidos bajo una frase: en el retorno de la democracia posdictatorial sólo podemos vivir una “vida de derecha”. Ante este diagnóstico, ¿el abandono de las categorías izquierda y derecha sería un síntoma de habitar esta vida? ¿Pero no será a partir de este síntoma la única forma de crear un proyecto que dispute algunos fundamentos de esa vida de derecha? ¿Cómo interpretar la declaración de CFK: «Izquierda y derecha son categorías perimidas. Hay que recuperar la categoría <>», sin caer en una banalización de las identidades? ¿Qué perdemos y qué ganamos abandonando estos significantes que guiaron las prácticas y teorías políticas desde la Revolución Francesa hasta el momento? ¿No nos seguirán sirviendo para pensar tendencias dentro de movimientos que toman otros nombres?
Pablo Iglesias, Secretario General de “Podemos”, en sintonía fina con CFK, ha dicho hace ya algunos años: “La política entre izquierda y derecha es una estafa”. Dicho dualismo pertenecería a la “vieja política”. Hoy el tablero, desde el punto de vista del pueblo, estaría dispuesto de otro modo: “Los de arriba contra los de abajo”. Los últimos, agrupados por demandas en común, los primeros, los responsables de esas demandas insatisfechas. Si lo traducimos al discurso de la ex presidenta en CLACSO, quedaría así: el pueblo contra el neoliberalismo.
Al día siguiente de la intervención de CFK, Álvaro García Linera abre su conferencia en el mismo foro preguntándose: ¿qué es ser de izquierda hoy? Coincidencia o no, ambas intervenciones pueden ser leídas como un diálogo o, al menos, como una respuesta. No sabemos si García Linera ya lo tenía preparado o si el discurso del día anterior lo obligó a dar una respuesta a CFK, como diciéndole: no tenemos que resignar esos nombres, no lo vamos a hacer, aún siguen significando la política actual. Curiosamente, la definición de izquierda de García Linera coincide bastante con lo que Cristina Fernández entiende por pueblo: “Haber sacado a 72 millones de habitantes de América Latina de la pobreza”. Dicha definición, para el hoy vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, vale también para nombres como “populista”, “progresista”, “socialista” e “izquierdista”. Y amplía su descripción con una serie de rasgos que tendría la izquierda hoy: fortaleza de los sindicatos, nuevas formas de participación popular, movilizaciones sociales con efectos estatales, democratización creciente, impulso a la soberanía de las mujeres sobre sus propios cuerpos. Seguramente que CFK estaría de acuerdo en incluir gran parte de este listado en su perspectiva de “Pueblo” –el problema es que también incluiría en algunos casos los movimientos que se le oponen: “Pañuelos verdes y celestes, los dos juntos”.
Evidentemente, hay una coincidencia entre ambos: es fundamental ampliar las bases y la adscripción al movimiento bajo el nombre más eficaz. La palabra política no admite purismos: García Linera advirtió en múltiples entrevistas la necesidad de la contradicción como el estado de situación permanente. “Cabalgar la contradicción”, cómo él llama a ese proceso y postura, podría implicar que en un pueblo laten pasiones tristes y alegres y que la tarea de lxs políticos será potenciar las segundas, sabiendo que gobernar, como dijo Freud, es una tarea imposible. El para todxs supone una violencia estructural; cualquier universal homogeiniza los particulares y rechaza lo singular. El problema del gobierno no es el autoritarismo hacia un discurso minoritario; permanentemente se hace esto con mayor o menor violencia. Gobernar bien implica una lectura del tiempo de cada comunidad –claro que no podemos estar seguros del tiempo histórico en el que vivimos, ese lujo será de los historiadores o la pretensión de una vanguardia iluminada. Por eso, en la coyuntura argentina, integrar los pañuelos celestes no es aspirar a una reconciliación ni a un artificial diálogo consensual, es llevar al límite los desafíos de vivir en comunidad, es caminar en los márgenes de que la patria es el otro (inasimilable).
Por otro lado, las trayectorias políticas de estos dos líderes latinoamericanos no coinciden: García Linera fue guerrillero, marxista y reivindica permanentemente nombres propios del materialismo dialéctico tales como los de Lenin y Gramsci; de los discursos de Fernández de Kirchner se desprende una formación nacional y peronista vinculada a las demandas por la igualdad y los derechos humanos. Si bien los une la intención de separarse de la izquierda tradicional en sus respectivos países, mientras el boliviano intenta refundarla en su región, la argentina pugna por superar esa categoría.
¿Es una cuestión estratégica? ¿No se trata en política de que los nombres (relato, proyecto, identidad colectiva) sean una suerte de lenguaje performativo y cuando olvidan la práctica corren el riesgo de abandonar su potencia? Si la práctica y la teoría no son dos órdenes que corren en paralelo pero por separado, es decir si no existe tal cosa como el nombre por un lado y el contenido por el otro sino que estas dos instancias se determinan la una a la otra y forman un todo complejo, es preciso señalar que, descartar el nombre “izquierda” está ya “desizquierdizando” al pueblo.
Para Cristina Fernández, “pueblo” sería más amplio que izquierda ya que dentro de pueblo podrían coexistir los pañuelos celestes con los verdes y naranjas, por ejemplo. Pueblo, como significante, parece disponer de un potencial de interpretación de la coyuntura y, por lo tanto, de interpelación más amplio. No sabemos si en Bolivia, en Argentina seguro: la marca del peronismo –difusa, pero latente– y la vida de derecha que signaron nuestro retorno a la democracia necesitan de nombres que la estética de la izquierda clásica no puede proponer, por eso tampoco inventan nuevas estrategias y prácticas políticas. Por ese motivo, entre otros, resulta inimaginable una alianza con este sector a corto plazo.
En Argentina, casi un tercio del electorado está en disputa, es a ellos a quienes pretende convocar Cristina Fernández y al mismo tiempo incluir bajo la categoría de “pueblo”; ciudadanos con demandas insatisfechas que sin reconocerse de izquierda pueden identificarse con el pueblo y apoyar un proyecto nacional y popular. No se podría entender el discurso de Cristina Kirchner si no se piensa en las elecciones de 2019. Fue una ponencia y al mismo tiempo el primer discurso de campaña –no importa si como candidata o articuladora.
Hay una tendencia de los partidos políticos a adoptar un significante sin contenido que resulte imposible refutar –porque para refutar hace falta la producción de un saber. Es conocida la frase que retoma Lacan de Saussure para indicar que un significante solo no significa nada y que siempre debe estar en relación a otro para producir un efecto de significación; Lacan le agrega que en esa articulación de un significante con otro se produce subjetividad. Más adelante, Lacan llamará saber a ese segundo significante. Por eso, habría una tendencia de los partidos políticos hacia la insignificancia y a dejar vacante el saber y la subjetividad. Claros ejemplos: “Podemos” en España y “Cambiemos” en Argentina, que concluye en un nombre no político para el ciudadano: el vecino. Un significante solo, sin articularlo con otro, permanece irrefutable porque escapa a cualquier definición o encasillamiento: el neoliberalismo suele servirse de la estética posmoderna para evitar hablar sobre sus relaciones con el capital. Por eso, el aparente renunciamiento a la producción de significantes y subjetividad es otra arma astuta para que el capital vaya poblando de nombres y prácticas de consumo la comunidad. Cuando Macri nos dice “vecinos”, nos está haciendo llamar “consumidores”.
Ninguna palabra está vedada en la actualidad. Mucho tiempo se pensó que a la izquierda le pertenecía el significante “igualdad” y a la derecha, “libertad”. Difícil de corroborar si esto alguna vez tuvo correlato fáctico, lo cierto es que el modo en el que Lacan piensa el lenguaje nos permite pensar en operaciones que escapan a la voluntad de los sujetos. Michel Pêcheux, retomando al psicoanalista, propone una teoría materialista del lenguaje donde éste posee una terrenalidad radical sin ser un mero reflejo de “la realidad”. Esto nos permite pensar cómo pueden articularse formaciones discursivas que vienen rechazándose desde por lo menos dos siglos. De esta manera, Cambiemos puede hablar de “igualdad” y sellar una significación sobre la libertad cuando a dicha “igualdad” se le impone otro significante: “de oportunidades”. De este modo, la magia del lenguaje permite que una categoría reservada para la historia de las izquierdas aparezca incrustada en una lógica meritocrática que “olvida” que no existe tal cosa como la igualdad de oportunidades pero no por ello pierde eficacia interpelativa. La derecha nos expropia el significante igualdad. Consciente de esto, CFK propone recuperarlo desde el pueblo.
El kirchnerismo, a pesar de su tendencia articulatoria y a su iniciativa por convivir con la incomodidad que habita en la heterogeneidad, no ha cedido a esa tendencia: “Unidad Ciudadana” aun conserva la categoría “ciudadana” propio de lo que para Iglesias sería la vieja política. Vale aclarar que “pueblo” tampoco sería “una nueva categoría de pensamiento”, como dijo Cristina Fernández. Sin embargo, si la seguimos bien, lo que está en juego –como proyecto, como apuesta que afirma– es la construcción de un pueblo nuevo, crear las condiciones materiales y simbólicas para el surgimiento de otro pueblo.
“Nosotros, como espacio progresista, debemos acostumbrarnos a no presentarnos como la contra, sino como el espacio político de ideas, de visión, de perspectiva económica y social.” En esta coyuntura, no podemos darnos el lujo de la resistencia, de la épica de los buenos que siempre somos más débiles que el Goliat que nos ofrece privación e individualismo en una mano, y represión en la otra. Pueblo no debe ser “contra” nada ni nadie, debe ser un significante en relación con otros pero con la potencia hegemónica de afirmar una vida (¿de derecha, de izquierda?, ya no sabemos) con el goce de la libertad –siempre condicionada– y de los derechos –siempre condicionados. ¿”Contra” no pasó a ser el orgullo de las pancartas de izquierda dentro de la vida de derecha, los guardianes de la estética de la derrota?
¿Lo único que ha hecho la izquierda en Argentina es oponerse? ¿Y el juicio a las Juntas? ¿Y la ley de servicios de comunicación audiovisual? ¿Y el matrimonio igualitario? ¿Y el proyecto por tener una industria nacional que traccione la economía del país? ¿Por qué, entonces, no habría momentos asimilables a una perspectiva de izquierda dentro del kirchnerismo? ¿Es necesario renunciar, de antemano, a esa posición? Es cierto, es preciso que pensemos que los 12 años de kirchnerismo deben ser el suelo mínimo de lo que esperamos para una democracia. Ni contra ni alternativo ni excepcional, sino disputa por ampliar los márgenes de la lucha de clases lo máximo posible. Un proyecto que reduce la brecha de desigualdad es legatario de una política de izquierda.
El gran riesgo de abandonar las categorías de izquierda y derecha no es tanto por una disputa –a veces sectaria– con la izquierda tradicional, sino no prever el “fuego amigo”, cuando la derecha se confunde con el pueblo, parece votar junto al pueblo y luego es la que lo incinera. Ese hecho es lo que nos sigue exigiendo reflexión: que parte del Pueblo acompañe un proyecto económico que los perjudique, que parte del Pueblo termine gozando de las balas de Chocobar, de la caza de Gendarmería en el Río Chubut, de que una piba muera en un aborto clandestino ¿Qué tenemos para contrarrestar esto? La política.
No existe neoliberalismo a secas, hay capitalismo neoliberal. Por ello, el neoliberalismo es de consumo y subjetiva a un pueblo insatisfecho. Hay algo que también CFK señaló cuando propuso abandonar las categorías de izquierda y derecha, propuso comenzar a construir otros sistemas de representación: “debemos pensar nuevas arquitecturas institucionales que permitan la participación institucional y la regulación institucional de nuevos actores”. Una fórmula para evitar intensidades de derecha dentro del pueblo es la politización, el llamado a practicar la política. Para que el pueblo no devenga, tal como señala García Linera en un texto de 1999, una “ciudadanía irresponsable”, cuya posición es la de un “sujeto delegante”, es preciso ampliar los márgenes de la democracia por izquierda. Para eso, no basta la satisfacción de demandas como política de Estado, porque la demanda supone un amo, un mensaje a un amo que puede ser satisfecho o rechazado por capricho de éste. Y ya se sabe, la demanda puede ser infinita, tanto por la queja como por la espera de reconocimiento.
Por eso, Cristina, produjo un llamamiento al “empoderamiento popular, ciudadano, de las libertades, de los derechos”, cuando alentó, allá, por diciembre de 2015, que cuando se sienta traicionado, “tome su bandera y sepa que él es el dirigente de su destino y el constructor de su vida”. Es necesario un movimiento del pueblo que suspenda por momentos el reclamo o el agradecimiento; es necesario que festeje, se movilice o dicte sus propios mandamientos como sujeto de deseo con otros. La autodeterminación y la toma de decisión –siempre provisoria, tanto en la vida individual como en comunidad– permite un movimiento hacia lo que nadie puede garantizar, un encuentro con lo imposible de gobernar, una política que no sólo quede alienada a la demanda y al consumo.
* Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA)
** Psicoanalista y escritor.
Ilustración: